El Colegio de México
En todo tiempo la familia ha sido el agente educador universal y es la labor docente una de las facultades y responsabilidades propias de la vida familiar. Sin embargo, a partir del siglo XIX, cuando los estados nacionales declararon su competencia exclusiva en el proceso formativo de la juventud, frente al antiguo dominio de las instituciones eclesiásticas, la participación de la familia en el proceso educativo pareció quedar igualmente marginada, puesto que la institucionalización de la enseñanza relegaba a un segundo plano la función socializadora, espontánea y no especializada de la comunidad doméstica. Sin embargo, pese a decisiones políticas y proyectos secularizadores, hoy se reconoce la importancia de la familia en la formación psicológica, en el desarrollo de las capacidades individuales y en la estabilidad emocional de los individuos. Desde luego, según las circunstancias, también hay que tener en cuenta la intromisión de otros agentes que influyen en la formación de patrones de conducta. Algo diferente era la situación hace tres o cuatro siglos, cuando la educación se basaba en principios morales y normas de comportamiento, y cuando la asistencia a las escuelas sólo era accesible a grupos minoritarios.
En cualquier caso, pero en particular al referirnos a la época colonial, hablar de educación no equivale a referirse a escuelas y textos, ni tampoco a lectura y escritura. La impartición sistemática de conocimientos intelectuales y de técnicas instrumentales constituye la instrucción, que con preferencia se imparte en las escuelas; pero limitar a esto la historia de la educación dejaría sin explicar lo realmente importante en cuanto a la transmisión de valores y hábitos culturales. Es obvio que en el mundo moderno los medios masivos de comunicación, las ordenanzas municipales, las creencias religiosas, las tradiciones locales, las modas y las exigencias laborales, contribuyen a determinar las conductas de niños y adultos. El peso de unos u otros factores depende de circunstancias personales, pero todos se conjugan para impulsar o detener los procesos colectivos de modernización, el arraigo de sentimientos nacionalistas y la adhesión a nuevos credos y costumbres. La preocupación de gobiernos y de organismos internacionales por la educación popular, es prueba de su trascendencia más allá de las experiencias individuales.
Vale recordar que la educación no es privativa de sociedades con un alto nivel de cultura literaria ni de estados con organismos administrativos complejos. Todos los pueblos, a lo largo de la historia, han tenido alguna forma de educación entendida como la acción socializadora de las generaciones adultas sobre los jóvenes Las culturas mesoamericanas dieron gran importancia a la difusión de creencias y de normas de conducta, esenciales para la consolidación del poder político y de las solidaridades comunitarias. En el señorío mexica, la labor de los establecimientos públicos de enseñanza se complementaba con la actitud vigilante de los miembros de cada comunidad y con el discurso moral y cívico de los ancianos representantes de la tradición. Como en otras latitudes y culturas, el recurso de la fuerza se mantenía en última instancia como razón suprema capaz de someter a quienes se rebelasen contra las normas. Creencias religiosas, prácticas cotidianas, actitudes ante la enfermedad y la muerte, respeto a la autoridad y aprecio de valores inmateriales se fomentaban y reproducían simultáneamente por la educación formal e informal. Esta serie de elementos integraban y fundamentaban la cosmovisión de los indígenas y su particular talante ante la fortuna o la adversidad.
Es preciso valorar la importancia de los recursos educativos de los pueblos mesoamericanos para no caer en el error de creer que los conquistadores españoles llegaron a un páramo cultural; tampoco cabe engañarse al imaginar que trajeron consigo proyectos educativos libres de prejuicios. Frailes virtuosos y prudentes humanistas podían confiar en las virtudes redentoras de la educación, pero ambiciosos, fanáticos e ignorantes conquistadores echaban por tierra, día a día lo que los otros construían.
El ámbito de la educación formal novohispana puede dar una imagen de relativa homogeneidad y de adhesión a los modelos europeos: la gramática latina y los libros de Aristóteles y Cicerón se difundían en el virreinato del mismo modo que en las demás escuelas del orbe católico, y el espíritu de la Contrarreforma determinaba las formas de religiosidad y las actitudes hacia el conocimiento; pero en las calles y en los hogares, incluso en los púlpitos y confesionarios, la realidad americana se imponía y recreaba sus propias tradiciones, sus propias normas y costumbres. Los textos leídos en los colegios o en la Real Universidad pueden decir bastante acerca de la cultura académica e incluso de las creencias establecidas por la ortodoxia católica, así como el estudio de la implantación del sistema pedagógico humanista en las escuelas de la Compañía de Jesús explica no pocos rasgos de la cultura criolla; pero al mismo tiempo, el recuento de los estudiantes asistentes a las aulas nos desengaña en cuanto al alcance real de tales enseñanzas. Una minoría, casi exclusivamente criolla, tuvo acceso a los estudios superiores, a la vez que familias medianamente acomodadas y de no tan clara prosapia, avecindadas en los centros urbanos, pudieron proporcionar a sus hijos los conocimientos elementales que se impartían en escuelas de primeras letras y de gramática latina. El resto de la población no asistió a las aulas ni escuchó a los maestros, lo que de ningún modo significa que no recibiera alguna forma de educación.
La identificación de los agentes educadores que actuaron en la Nueva España y de los medios que emplearon, dentro y fuera de las aulas, la interpretación de sus mensajes y, sobre todo, la respuesta de los educandos a la acción pedagógica, debe contribuir a enriquecer la comprensión de nuestro pasado, así como a explicar las diferencias profundas entre los habitantes de las zonas rurales y los vecinos de las ciudades. En el campo y en pequeñas poblaciones dispersas, los agentes educadores fueron los frailes de las órdenes regulares, en menor proporción los párrocos y doctrineros seculares y, siempre en primer término, los miembros de la familia y el resto de la comunidad. Mucho menor fue la influencia de los religiosos mendicantes en las ciudades, en las que también hubo clérigos seculares dedicados a la enseñanza, algunos maestros laicos y, de nuevo en lugar principal, los padres y madres de familia y cuantos convivían en las complejas agrupaciones domésticas peculiares de las zonas urbanas.
Ya que a lo largo de los trescientos años de dominio español los indios constituyeron el grupo mayoritario, pese a las epidemias que redujeron dramáticamente su población, es indudable la importancia de su influencia en la educación novohispana. Por una parte se deben tomar en cuenta supervivencias en creencias, actitudes y costumbres locales, con las variaciones propias de diferentes regiones y tradiciones. Por otra, el proyecto educador de la corona española se orientó a la evangelización, educación y progresiva asimilación de los naturales a los patrones culturales cristianos e hispánicos. En toda situación colonial se da una relación pedagógica entre conquistadores y conquistados. Los dominadores no sólo tienen el poder sino también el conocimiento, ellos saben qué cosas deben hacerse y cuáles evitarse, en que forma comportarse y cuáles son las funciones que corresponden a cada individuo dentro de la escala social. Los españoles estaban convencidos de la superioridad de su cultura y consideraban que la transmisión de sus valores era una generosa dádiva que otorgaban a los incivilizados aborígenes americanos. Por ello, como principio general, todo español era maestro que podía enseñar mediante la palabra o con su simple presencia como modelo de comportamiento. De esta convicción partía el objetivo común a la educación formal e informal: cristianizar a los indios, pero no sólo por el bautismo o por la memorización de los dogmas y oraciones, sino por la asimilación de costumbres y prácticas de la vida civil y religiosa.
El principio comúnmente aceptado por los humanistas de la educación por el ejemplo, se convertía en un arma de dos filos cuando difícilmente se podía garantizar la ejemplaridad de la conducta de los conquistadores. Precisamente ésta fue una de las cuestiones debatidas durante las primeras décadas del dominio español, al propugnar los religiosos la separación de las dos repúblicas y al pretender los funcionarios reales la asimilación inmediata de los indios a las costumbres castellanas. El ejemplo de los españoles sería contraproducente para el proyecto evangelizador ya que, como dijo el oidor de la Real Audiencia y luego obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga: "No se ve casi en nosotros obra que sea de verdaderos cristianos, de modo que piensan, y a veces lo han dicho, que jurar y lujuria y alcahuetear es oficio propio de cristianos y cosa en la que procuran complacerlos, pensando que aciertan.
Los pilares de la educación novohispana, inspirada en el Renacimiento y moldeada por la Contrarreforma, fueron las virtudes morales en todos los niveles y el humanismo clásico en los estudios medios. El cultivo de la prudencia se iniciaba desde la infancia, cuando se imponía a los niños una distribución del tiempo que no les dejase espacio para la holganza y la disipación. Los adultos, ocupados en sus negocios, encontraban en la prudencia el justo medio que les permitía disfrutar de sus bienes y cumplir con sus compromisos religiosos. El trabajo ya no era un castigo divino para quienes recogían copiosas ganancias en alguna ocupación tanto más placentera cuanto más pingües beneficios ofreciera. Lejos de las extremas penitencias y de los arrebatos místicos, los empresarios novohispanos consideraban satisfactorio el equilibrio entre seis días dedicados a los intereses materiales y uno a las obligaciones espirituales. Además, la mortificación que se recomendaba consistía en no dar al cuerpo menos de lo necesario, pero tampoco más.
Entre los desafíos que afrontaron los evangelizadores de los primeros años, no fue el menor convencer a los indios de que el matrimonio era igual para todos, imponía las mismas obligaciones y otorgaba los mismos derechos a los señores y a sus vasallos, a los maridos y a las esposas. Precisamente debieron dar la batalla en los mismos terrenos en que había peleado la iglesia medieval contra el derecho romano y su práctica extendida en todas las que fueron provincias del imperio. Sin embargo, en Mesoamérica, el problema se planteaba tan sólo en cuanto a las costumbres de la nobleza, lo que reducía considerablemente su alcance. Apenas mediado el siglo XVI, los nobles que no habían muerto se habían asimilado a las costumbres españolas y ni siquiera se encontraban descendientes de los antiguos señores que residiesen en el campo.
Para beneplácito de las autoridades civiles y eclesiásticas, los indios, con poquísimas excepciones, conservaron costumbres morigeradas, hábitos de respeto familiar y fuerte control comunitario, lo que coincidía con el modelo evangélico, si bien tenía su origen en costumbres prehispánicas. Quienes se trasladaron a las ciudades, cambiaron paulatinamente sus formas de comportamiento y poco a poco se asimilaron a los grupos de las castas. En la capital del virreinato, ejemplo extremo de convivencia de diferentes grupos, la situación fue muy diferente: el ejemplo de los españoles, el desarraigo de los mestizos, la promiscuidad en las viviendas y las mil posibilidades de eludir los controles de la autoridad, propiciaron costumbres que, a los ojos de muchos viajeros, de la jerarquía eclesiástica y de los oficiales reales, resultaban lastimosamente desordenadas.
Frente a la diversidad de estructuras y costumbres familiares, y en contraste con la variedad de rutinas cotidianas, existió un modelo familiar, propuesto por la Iglesia, aceptado por las autoridades civiles y valorado por la gran mayoría de la población, incluso por quienes no vivían de acuerdo con él. Este paradigma, con frecuencia incumplido pero nunca discutido, era el prototipo de lo correcto, aunque no fuera apegado a la práctica cotidiana. No en vano la jerarquía católica, los teólogos y los canonistas, llevaban cientos de años intentando imponer en el ámbito de la cristiandad europea el matrimonio canónico. Españoles e indios, libres y esclavos, nobles y plebeyos, ricos y pobres, vecinos de las ciudades o de las zonas rurales, debían someterse al régimen de uniones monógamas, indisolubles, basadas en la libre y voluntaria decisión de los contrayentes, contraídas en ceremonias de carácter público y registradas por los párrocos respectivos.
Las reglas de convivencia familiar incluían las uniones conyugales y las relaciones con los hijos, sin que hubiera prescripciones relativas a obligaciones con los padres, abuelos y el resto de la parentela, que tan importantes fueron en el México indígena y en la España medieval. Según lo determinado en el concilio de Trento, los padres contraían la obligación de velar por la crianza y educación de sus hijos, así como a éstos se les exigía corresponder con amor y respeto. Bastaría releer los textos catequísticos y morales sobre el cuarto mandamiento para apreciar la fría objetividad de legisladores y moralistas, que no confiaban en la firmeza de los sentimientos paternales y filiales, supuestamente inscritos por el Creador en el alma de sus criaturas. Las normas conciliares no impusieron novedades radicales en relación con la familia, sino que reforzaron lo dispuestos dos o tres siglos antes, pero a duras penas se había conseguido imponer en las provincias castellanas lo esencial de este modelo a comienzos del siglo XVI, cuando los conquistadores españoles iniciaron su asentamiento en el virreinato de la Nueva España. Las mezclas étnicas y culturales propias de la sociedad novohispana, propiciaron la diversidad de costumbres familiares y la despreocupación en el cumplimiento de las leyes canónicas y de las ordenanzas civiles.
Sobre la tradición prehispánica pesó, pues, tanto el ideal de la familia católica, difundido por los religiosos, como las costumbres medievales aún imperantes entre muchos de los recién llegados y, en todo caso, la frecuencia de las transgresiones. Cuando a fines del mismo siglo (1585) el Tercer Concilio Provincial Mexicano se reunió para adecuar y difundir las normas de Trento, ya no se trataba de señalar directrices a una población desconocedora de las normas, sino a grupos numerosos y diversosque habían elaborado su propia interpretación de aquello que las leyes canónicas y civiles permitían o reprobaban. Por supuesto, ya que afectaba a la vida privada y afectiva, la imposición de los decretos y canónes tridentinos no era una simple cuestión de creencias o de declaraciones, y resultaba, por tanto, bastante difícil de asimilar.
Resultaba así, una vez consolidado el sistema colonial, que la familia no respondía a un solo modelo sino a varios, que lejos de remediar el presunto desorden lo había consagrado como forma común de convivencia, que los poderosos aumentaban su poder y los pobres se tornaban miserables, que la pretensión de limpieza de sangre llegaba tardíamente a familias que contaban con varias generaciones de mestizaje, legítimo o ilegítimo, y que la educación de los niños de la aristocracia estaba en manos mercenarias y la de los pobres se improvisaba en las calles o en los lugares de trabajo.
El hogar educador
El catecismo de Ripalda (q ue responde fielmente al de Trento) se refiere a la obligación de los padres "naturales" de "doctrinar" a sus hijos. Pero el adoctrinamiento no tendría que ser necesariamente oral ni exclusivamente dogmático. El ambiente familiar, los prejuicios aceptados y los valores asumidos, constituían el complejo de mensajes formativos que recibían los jóvenes novohispanos
El ordenamiento del espacio urbano impuso de manera contundente la jerarquía de dominio y sumisión que correspondía al sistema político y social. De acuerdo con el proyecto original, las viviendas de los españoles quedarían dentro de la traza, en torno de la plaza mayor, mientras que los indígenas se agruparían en los barrios marginales. Las necesidades cotidianas modificaron en buena medida el patrón segregacionista original, pero dejaron invariable el principio selectivo que le dio origen. El mensaje pedagógico se inculcaba indeledeblemente en la mente de los vecinos de la capital: por más que el catecismo dogmatizase sobre la igualdad de las almas, la realidad mostraba que los hombres eran diferentes, que la diferencia significaba superioridad de unos sobre otros y que a cada quien le correspondía un diferente lugar en la vida.
Incluso entre los españoles hubo grandes diferencias porque fueron pocos los privilegiados que pudieron
disponer de amplias residencias, en general de dos plantas, que permitían la cómoda convivencia de familiares y allegados en numerosas habitaciones independientes. Los jacales de los indios, pequeños y miserables, mantenían al menos el desahogo de pequeñas huertas y corrales domésticos, mientras que los españoles pobres, junto a los mulatos y mestizos de escasos recursos económicos se mezclaban en la promiscuidad de las vecindades, con sus patios y espacios comunes para el aseo y la cocina. Aun cuando muchas casas señoriales alquilaban algunas piezas para viviendas humildes, se trataba de dependencias en la planta baja o en los entresuelos, en patios interiores, corrales y caballerizas, en los que era igualmente manifiesta la distancia que separaba a los vecinos de cuartos y accesorias de los señores que ocupaban la planta alta. Al igual que el espacio, el tiempo de la ciudad fue regulado por las normas religiosas y civiles. Desde los campanarios de conventos y parroquias se convocaba a la oración, al trabajo o al descanso, y el calendario litúrgico advertía de las devociones correspondientes a cada festividad. Incluso el repique de las campanas tenía su propia jerarquía, con indiscutible primacía de la catedral, cuya voz era repetida en círculos progresivos. El paso de las horas señalaba los cambios de actividades, que los vecinos de la capital seguían con mayor o menor exactitud: puntualmente entraban y salían los colegiales de sus escuelas, se celebraban las misas y se abrían las sesiones del cabildo municipal, mientras que las tiendas y talleres no se sometían a horarios estrictos y mantenían su actividad según la demanda de los clientes. Después de anochecer estaba mal visto que las mujeres anduvieran por la calle, pero ello no era obstáculo para que doncellas y casadas encontrasen pretextos para visitar a sus vecinas. Como en tantas otras circunstancias, lo importante era la existencia de la norma, aunque las infracciones fueran frecuentes.
En la mayor parte de los hogares, las tareas culinarias eran casi siempre ocupación de las indias, quienes introdujeron el maíz, la calabaza, los frijoles y el chile en la cocina de las familias españolas, en las que se mezclaron con condimentos, guisos y productos antes desconcidos en América. Los utensilios de hierro y cobre alternaban con las tradicionales ollas de barro, todavía presentes en las cocinas mexicanas. La misma síntesis que imperaba en los anafres y fogones se manifestaba en las canciones, las expresiones coloquiales, la decoración de la casa y las costumbres de higiene, como el baño, que los novohispanos disfrutaban pese al recelo de los españoles.
La capacidad adquisitiva de los distintos grupos determinó el mayor o menor consumo y variedad de alimentos ultramarinos o novohispanos. El maíz, esencial para los grupos populares, no fue desdeñado por los más aristocráticos; la calabaza y el frijol fueron igualmente aceptados por los más exigentes paladares, mientras que se veía con conmiseración o repugnancia el consumo de insectos, larvas, y de ciertas hierbas como los quelites, por parte de los indios. El estómago y el gusto contribuían así a la diferenciación jerárquica colonial. Los expendios callejeros de comidas preparadas, a los que tan aficionados fueron siempre los vecinos de la capital, aceleraron el mestizaje culinario y contribuyeron a divulgar sabores que incorporaban alimentos de ambas tradiciones alimenticias.
Para la minoría que disfrutaba de larga vida conyugal y desahogo económico, el quehacer doméstico era ocupación absorbente y a veces placentera, compartida con sirvientas, parientas y allegadas y compatible con ratos de grato esparcimiento. Estas mujeres, aun sin tomar conciencia de ello, se convertían en educadoras de las demás, tanto de las que convivían bajo el mismo techo como de las amigas, vecinas o conocidas que, subyugadas por el prestigio de la posición social, de la fama de virtud y del porte distinguido, intentaban imitar los modales, el vestuario, el arreglo personal y las costumbres hogareñas. A falta de medios masivos de comunicación, el balcón y el paseo, la visita a la iglesia o el recorrido por el tianguis eran espectáculo cotidiano en que mutuamente se contemplaban, y se juzgaban, hombres y mujeres de los centros urbanos. De la confrontación con los demás surgía el afianzamiento de la propia posición o el intento de superar deficiencias propias, puestas de relieve al contemplarlas como en un espejo en las miradas y gestos de los vecinos.
La legislación y los prejuicios sociales coincidieron en el interés por normar las relaciones familiares y las prácticas de la vida cotidiana. Las Ordenanzas de la Real Audiencia, firmadas y selladas en 1539, mencionan los castigos correspondientes a las faltas más comunes: los indios amancebados con una o más mujeres, los que contrajeren matrimonio con más de una mujer, los que ocultasen el impedimento de consanguinidad al contraer matrimonio, o los que se negasen a convivir con su legítima esposa, serían azotados y presos. Los que se bañasen en compañía de personas de otro sexo, o se lavasen públicamente, serían azotados y exhibidos públicamente. También serían azotados o trasquilados quienes no se hincasen de rodillas al escuchar el Ave María o no hicieran gestos de acatamiento al pasar frente a las cruces e imágenes de los santos.
Cuando los indios abandonaban sus tierras y se trasladaban a vivir en las ciudades, aprendían por necesidad las normas de convivencia urbana, las expresiones más usuales de la lengua castellana y una nueva forma de vestir, de saludar y de relacionarse con sus vecinos. Al mismo tiempo, y en la mayoría de los casos, olvidaban sus costumbres, el respeto a los mayores, la reverencia a sus deidades locales y la serie de conocimientos tradicionales que de nada les servirían en el nuevo medio. El resultado era que perdían, en buena medida los rasgos propios de su identidad étnica para convertirse en indios urbanos, con todo lo que ello significaba de desconcierto y carencia de valores.
Entre los padres de familia no eran muchos los que habían cursado estudios superiores o medios y ni siquiera era común que supieran leer y escribir, todos ejercieron una influencia decisiva, más allá de la instrucción catequística o el entrenamiento en actividades artesanales. Se suponía que en el seno del hogar se inculcarían los principios de orden, jerarquía, moralidad y respeto que regirían la convivencia urbana. Ciertamente estos valores eran públicamente aceptados por todos, pero en la práctica se erigieron otros menos confesables y se desdeñaron aquellos que no contribuían al bienestar de la comunidad doméstica, al prestigio del apellido o simplemente a la supervivencia del grupo.
El vestido y la vivienda, las actitudes y los discursos, las manifestaciones de ira y las expresiones de afecto, la fingida humildad y los alardes de soberbia, las devociones religiosas y las distracciones profanas, todo contribuía a definir un modo de vida en el que los modales reflejaban creencias y prejuicios, expresión del aprecio de determinados valores. El afán de distinción impulsaba a consumir productos importados, a exhibir alhajas y a usar un vestuario en el que la ostentación respondía al compromiso de mantener la dignidad familiar. En cuanto al vestido que las ordenanzas imponían a determinados grupos, como los indios de ambos sexos y las mulatas, no cabe duda de la intención jerarquizadora de la autoridad y de la función docente de su aceptación y asimilación. Precisamente en núcleos de población alejados del centro administrativo y de gran movilidad social, como eran los reales mineros, no se prestaba atención a los reglamentos sobre el vestido, con el correspondiente disgusto de quienes teniendo como patrimonio el orgullo de una tez blanca, habrían querido hacer patente su superioridad.
En los albores de la época ilustrada se juzgó con dureza a los cabezas de familia, que habían sido responsables inmediatos de la educación en el seno del hogar, y de quienes se esperaba que colaborasen en la tarea de afianzar el orden, un orden eminentemente jerárquico y patriarcal, refrendado por los principios del dogma y de la moral cristiana. La Sagrada Familia, integrada por tres personas, era el ejemplo de vida en comunidad, que podía incluir a otros parientes, pero siempre bajo la jefatura del padre, que encarnaba la autoridad. San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús, Santa Isabel y Zacarías, sus tíos, y el muy popular primo Juan Bautista, completaban el grupo de los allegados, a quienes correspondían lugares subalternos.
Pero la realidad resultó ser bastante diferente del plan original: las familias novohispanas fueron tan diversas como lo eran los grupos étnicos, las categorías sociales y la capacidad de acceso a los bienes materiales. Unos y otros recurrieron a formas de supervivencia que con frecuencia consideraban la inclusión de personas ajenas a la familia dentro de la comunidad doméstica y a la instalación de las mujeres como suplentes provisionales o definitivas de padres ausentes o difuntos.
historia
martes, 3 de junio de 2014
"La educación indígena en el siglo XVIII"
Los “justos títulos”
Apenas vuelto a España CRISTÓBAL COLÓN, después de haber encontrado las tierras de
“las Indias “, el papa ALEJANDRO VI se dirigió al rey FERNANDO y a la reina ISABEL en un documento conocido como la “donación papal”. En mayo de 1493, el pontífice señaló la manera en la cual España y Portugal se iban a repartir los terrenos descubiertos. Reconoció que los monarcas españoles habían financiado el viaje de Colón con el “santo y loable propósito [de] sujetar las dichas islas y tierras firmes y los habitadores y naturales de ellas, reducirlos a la fe católica.” Luego, el Papa ordenó: “Os requerimos [que] queráis y debáis con ánimo pronto y celo de verdadera fe, inducir los pueblos que vivan en tales islas y tierras a que reciban la religión cristiana.” Luego les concedió los territorios a cien leguas hacia el occidente de las Azores y el Cabo Verde, al mismo tiempo que les mandó “en virtud de santa obediencia... procuráis enviar a dichas tierras firmes e islas, hombres buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y expertos, para que instruyan a los susodichos naturales y moradores en la fe católica y les enseñen buenas costumbres.
Apenas vuelto a España CRISTÓBAL COLÓN, después de haber encontrado las tierras de
“las Indias “, el papa ALEJANDRO VI se dirigió al rey FERNANDO y a la reina ISABEL en un documento conocido como la “donación papal”. En mayo de 1493, el pontífice señaló la manera en la cual España y Portugal se iban a repartir los terrenos descubiertos. Reconoció que los monarcas españoles habían financiado el viaje de Colón con el “santo y loable propósito [de] sujetar las dichas islas y tierras firmes y los habitadores y naturales de ellas, reducirlos a la fe católica.” Luego, el Papa ordenó: “Os requerimos [que] queráis y debáis con ánimo pronto y celo de verdadera fe, inducir los pueblos que vivan en tales islas y tierras a que reciban la religión cristiana.” Luego les concedió los territorios a cien leguas hacia el occidente de las Azores y el Cabo Verde, al mismo tiempo que les mandó “en virtud de santa obediencia... procuráis enviar a dichas tierras firmes e islas, hombres buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y expertos, para que instruyan a los susodichos naturales y moradores en la fe católica y les enseñen buenas costumbres.
La concesión que obligó a España a evangelizar a los naturales del Nuevo Mundo fue conocida como los “justos títulos.” La enseñanza a los nativos de la religión y de buenas costumbres era la condición que justificaba la concesión a la monarquía española de los territorios occidentales. Así, la educación indígena estaba ligada al derecho de España de dominar las nuevas tierras, porque debido a esta tarea evangelizadora ostentaban los “justos títulos” a las posesiones americanas.
La educación indígena durante los siglos XVI y XVII
De esta manera, de buena o de mala gana, la corona asignó dinero y hombres a la educación de los indígenas durante los trescientos años de la época colonial. Su principal ayuda durante el siglo XVI fue la iglesia católica, cuyos frailes, los franciscanos, dominicos y agustinos, dirigían las parroquias de los indios, llamadas “doctrinas”, y se encargaban de la evangelización y de la enseñanza. Sostenidos principalmente por el gobierno español, las órdenes religiosas inventaron métodos novedosos para transmitir los conocimientos religiosos--- pinturas, catecismos con dibujos en vez de palabras, danza, teatro y música (métodos audiovisuales), además de enseñar las artes y oficios y fundar colegios de internados para indígenas durante el siglo XVI: los franciscanos en Tlateloco, los jesuitas en Pátzcuaro, Tepozotlán y el colegio de San Gregorio en la ciudad de México.
En 1585 el III Concilio Mexicano legisló sobre dos puntos relacionados con la educación indígena. Prohibió la ordenación de los indios como sacerdotes y mandó que los párrocos usaran la lengua indígena de cada región para la evangelización. La primera disposición sirvió para desanimar los esfuerzos para promover estudios avanzados para los indígenas porque ya no podían llegar a ser sacerdotes de la iglesia católica. A pesar de la prohibición para las órdenes sacras, algunos indígenas asistieron a la Universidad de México para estudiar filosofía, gramática latina, derecho y medicina, ya que esa institución, fundada en 1551, estaba reservada para alumnos españoles y para indígenas nobles.
De esta manera, de buena o de mala gana, la corona asignó dinero y hombres a la educación de los indígenas durante los trescientos años de la época colonial. Su principal ayuda durante el siglo XVI fue la iglesia católica, cuyos frailes, los franciscanos, dominicos y agustinos, dirigían las parroquias de los indios, llamadas “doctrinas”, y se encargaban de la evangelización y de la enseñanza. Sostenidos principalmente por el gobierno español, las órdenes religiosas inventaron métodos novedosos para transmitir los conocimientos religiosos--- pinturas, catecismos con dibujos en vez de palabras, danza, teatro y música (métodos audiovisuales), además de enseñar las artes y oficios y fundar colegios de internados para indígenas durante el siglo XVI: los franciscanos en Tlateloco, los jesuitas en Pátzcuaro, Tepozotlán y el colegio de San Gregorio en la ciudad de México.
En 1585 el III Concilio Mexicano legisló sobre dos puntos relacionados con la educación indígena. Prohibió la ordenación de los indios como sacerdotes y mandó que los párrocos usaran la lengua indígena de cada región para la evangelización. La primera disposición sirvió para desanimar los esfuerzos para promover estudios avanzados para los indígenas porque ya no podían llegar a ser sacerdotes de la iglesia católica. A pesar de la prohibición para las órdenes sacras, algunos indígenas asistieron a la Universidad de México para estudiar filosofía, gramática latina, derecho y medicina, ya que esa institución, fundada en 1551, estaba reservada para alumnos españoles y para indígenas nobles.
El segundo mandato del Concilio por el cual los clérigos debieran aprender la lengua de los neófitos y al mismo tiempo procurar enseñarles el castellano no concordaba con la opinión del Consejo de Indias en España. Ahí las autoridades peninsulares criticaban que la conservación de los idiomas americanos propiciaba la idolatría y la superstición; además, la habilidad de hablar una lengua indígena por los sacerdotes “mestizos y criollos” perjudicaba, según el Consejo, el nombramiento a las doctrinas del Nuevo Mundo de clérigos ibéricos mejor calificados. El rey FELIPE II se opuso a la idea del Consejo de Indias de obligar a los indios a aprender el castellano y declaró: “No parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural” y que se debía “guardar la que esta mandado en no promover curatos sino a quien sepa a la de los indios.” Aunque el monarca optó por la posición del III Concilio Mexicano, añadió que también se debiera designar maestros que enseñaran el castellano a quienes “voluntariamente quisieren”
Las cédulas reales posteriores al siglo XVII reiteraron el doble mandato: la colocación en las doctrinas de sacerdotes que supieran las lenguas indígenas y el fomento de la enseñanza del castellano a los indios. En la práctica, más importante que la legislación, tres hechos contribuyeron a la divulgación de la lengua española entre los indígenas. La primera era la situación demográfica: en lugares donde la población india no era tan numerosa en relación con los mestizos y criollos, se extendió el uso del castellano. La segunda tenía que ver con los contactos entre los grupos sociales: la participación de los indígenas en los mercados, en obras de construcción, en las haciendas, en las minas o en trabajos de servicio en las casas, aumentaba su dominio del español. Finalmente, el intercambio de documentos y declaraciones legales con las autoridades virreinales y la asistencia a escuelas en los pueblos de indios fueron procesos que incrementaron a finales del siglo XVIII y contribuyeron al mayor uso del castellano entre los indios.
Durante el reinado del último rey de los Habsburgos, CARLOS II, el “hechizado”, se expidieron una serie de cédulas reales, relacionadas con la queja del arzobispo de Lima de que había sido “tan conservada en esos naturales su lengua india como si estuvieran en el imperio del inca.” Por primera vez se hablaba de “escuela”, y no sólo de “maestros”, para la enseñanza del castellano. También se inició en la legislación el mandato de enseñar a “leer y escribir” a los indios. En tercer lugar, se prestó atención a la manera de financiar las escuelas. Se ordenó pagar a los maestros con fondos “de los bienes de comunidad de pueblos de los indios”, esto es, del dinero recaudado anualmente en las tesorerías municipales. Finalmente, se mencionó por primera vez el establecimiento de escuelas para las niñas indígenas en las poblaciones con mayor número de habitantes. En 1693 el rey encargó el fomento de las escuelas a las autoridades civiles locales (los alcaldes mayores) porque ellos eran los supervisores de las cajas de comunidad de los pueblos de indios, de donde se pagaba a los profesores. Estas cédulas se dirigían principalmente a los obispos de México, Puebla, Oaxaca, Michoacán y Guadalajara quienes respondieron que habían empezado a llevar a cabo la fundación de escuelas.
Durante el reinado del último rey de los Habsburgos, CARLOS II, el “hechizado”, se expidieron una serie de cédulas reales, relacionadas con la queja del arzobispo de Lima de que había sido “tan conservada en esos naturales su lengua india como si estuvieran en el imperio del inca.” Por primera vez se hablaba de “escuela”, y no sólo de “maestros”, para la enseñanza del castellano. También se inició en la legislación el mandato de enseñar a “leer y escribir” a los indios. En tercer lugar, se prestó atención a la manera de financiar las escuelas. Se ordenó pagar a los maestros con fondos “de los bienes de comunidad de pueblos de los indios”, esto es, del dinero recaudado anualmente en las tesorerías municipales. Finalmente, se mencionó por primera vez el establecimiento de escuelas para las niñas indígenas en las poblaciones con mayor número de habitantes. En 1693 el rey encargó el fomento de las escuelas a las autoridades civiles locales (los alcaldes mayores) porque ellos eran los supervisores de las cajas de comunidad de los pueblos de indios, de donde se pagaba a los profesores. Estas cédulas se dirigían principalmente a los obispos de México, Puebla, Oaxaca, Michoacán y Guadalajara quienes respondieron que habían empezado a llevar a cabo la fundación de escuelas.
Otro estímulo para la educación indígena que se realizó en este periodo fue la cédula real de 1697, repetida en 1725, que revocó la prohibición para la ordenación sacerdotal de los indios. Se declaró que los indígenas podrían recibir las órdenes sagradas y deberían ser tratados “según y como los demás vasallos en mis dilatados dominios de la Europa, con quienes han de ser iguales en todo.” Los tres colegios internos para indígenas en Parras, Coahuila, en 1622; en San Luis de la Paz en 1640, añadido la escuela establecida en 1594; y el Colegio de San Javier, Puebla, en 1751, probablemente sirvieron con los cuatro del siglo XVI, para la preparación de los alumnos nativos para ocupar puestos “eclesiásticos, políticos y civiles,” además de los seminarios diocesanos, fundados al final del XVII, que tenían becas para los seminaristas indios.
Educación indígena en el siglo XVIII
Para entender la educación indígena en el siglo XVIII es importante tomar en cuenta la estructura y funciones de los “pueblos de indios” de la Nueva España. En la cédula real de 1691, el rey ordenó pagar a los maestros de escuela “de los bienes de comunidad de pueblos de los indios” y así reconoció que los pueblos representaban una forma de gobierno local y una fuente de divisas que se podría usar para las escuelas. El “pueblo de indios” era uno de tres tipos de asentamientos humanos reconocidos en la legislación. La base de la estructura política y administrativa del virreinato al nivel local consistía en las ciudades y las villas de españoles y los pueblos de indios. En el siglo XVIII había aproximadamente 70 ciudades y villas de españoles y 4 000 pueblos de indios. En las ciudades y villas había ayuntamientos o cabildos, y en los pueblos de indios, el cabildo se llamaba la “república.”
El pueblo de indios era una entidad corporativa, reconocida legalmente, con gobernantes indígenas electos anualmente, donde vivían por lo menos 80 tributarios (aproximadamente 360 indígenas) y había una iglesia consagrada y una dotación de tierra comunal inalienable. Los “oficiales de república” eran el gobernador, el alcalde, el regidor, el alguacil mayor y el escribano, encargados de recolectar el tributo, supervisar las tierras de comunidad y los fondos de la caja de comunidad, administrar justicia para crímenes menores según la costumbre del pueblo, financiar y dirigir las principales fiestas religiosas, representar al pueblos legalmente y ser testigos de los testamentos de los indígenas. Cada año los “vocales” o “electores” indígenas del pueblo eligieron los oficiales de república.
Los ingresos del pueblo provenían principalmente del producto de diez varas cuadradas de tierra (diez metros cuadrados) que cada tributario cultivaba y el arrendamiento de terrenos sobrantes de los bienes de comunidad. Casi todos los fondos eran gastados cada año en las ceremonias litúrgicas, comida comunal, fuegos pirotécnicos, música y flores de las festividades sacras, especialmente la del santo patrón del pueblo, Corpus Christi, Jueves Santo, y las tres pascuas: Navidad, Resurrección y Pentecostés.
A principios del siglo XVIII los obispos empezaron a ordenar que las cajas de comunidad o los padres de los niños indios financiaran las “escuelas de lengua castellana”, nombre usado hasta 1773 para las escuelas donde se enseñaban el castellano, la doctrina cristiana, leer y escribir. El arzobispo de México, basándose en un decreto de 1716 del virrey, fundó escuelas, una para niños y otra para niñas, durante su visita pastoral a los pueblos de indios al norte de la capital.
Posiblemente en otras diócesis los prelados llevaron a cabo programas parecidos al de México.
A mediados del siglo XVIII, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas ordenó a los párrocos en las doctrinas que establecieran escuelas. Tres fueron los documentos enviados a cada sacerdote: un edicto del 31 de julio de 1753 en el cual se mandó que se cumpliera “las reiteradas cédulas de su majestad” referentes a la enseñanza del castellano: una “Instrucción para el establecimiento de escuelas de lengua castellana para los niños y niñas,” y las “Diligencias judiciales que se debían observar en orden a plantar, fundar y establecer la escuela.” La “Instrucción” presentaba los ocho pasos que cada párroco debía seguir para lograr el establecimiento de la escuela. El primero era “captar la voluntad” de los gobernantes indígenas del pueblo y hablar a cada oficial indio “uno por uno, mañosamente para que condesciendan.” Los pasos dos a cuatro se referían al salario mensual adecuado para el maestro que se debería conseguir, según había ordenado el rey, de los bienes de comunidad, del cultivo de una tierra común o de una contribución de todos los del pueblo. El quinto paso recomendó enseñar separadamente a los niños y la niñas a “leer, hablar y escribir en lengua castellana y a rezar y cantar en ella la doctrina cristiana.” El sexto punto señalaba que el fiscal indio del pueblo “ha de llevar los niños y niñas a la escuela aunque sus padres resistan.” El séptimo paso aconsejaba al sacerdote “exhortar pero no compeler” a los adultos a que aprendieran el español y el octavo, mostrar a los indígenas el edicto del arzobispo. Se mencionó poner la escuela en la casa del párroco para poder supervisar el desempeño del preceptor y la posibilidad de que el sacerdote contribuyera al salario del maestro.
Rubio y Salinas llevó a cabo el proyecto educativo al mismo tiempo que cumplió con la real cédula de 1749 que ordenaba la secularización de las doctrinas en todo el arzobispado de México. Esta sustitución de los frailes de las órdenes religiosas por sacerdotes diocesanos, esto es por clérigos seglares, provocó oposición de los feligreses indígenas, de los franciscanos y agustinos, y de los habitantes de la ciudad de México. En Apatzingán y varios pueblos de Oaxaca los indios detuvieron al fraile e impidieron la entrada del nuevo párroco. Las órdenes religiosas publicaron sátiras acusando al arzobispo de poner a sus parientes en las doctrinas, quienes no hablaban las lenguas indígenas y desplazaban a los “criollos”. En la capital circulaban versos anónimos que decían que Rubio y Salinas llevaba a cabo la secularización de las doctrinas “por la codicia” de apoderarse de los ornamentos de las iglesias de los frailes.
El Rey Felipe V, dándose cuenta de la oposición, suavizó la secularización al ordenar que se debía realizar gradualmente, sin quitar al fraile hasta que muriera, para poner el sacerdote diocesano, y que los nuevos párrocos estuvieran “con perfección instruidos en los idiomas de los naturales y éstos en el castellano”.
Para 1754 había escuelas en 281 pueblos de indios en el arzobispado de México. La mayoría estaba financiada por los padres de familia y las demás por el dinero de las cajas de comunidad o del subsidio dado por el párroco.
Pueblos de indios con escuelas de lengua castellana en el Arzobispado de México, 1754.
La década de 1760 a 1770 fue un teimpo de cambios abruptos en la política virreinal, los que no fueron bien recibidos por los moradores de la Nueva España. En 1765 llegaron 5 000 soldados mercenarios de España para formar el primer ejército permanente; durante los 250 años anteriores no habían existido tropas estacionarias en el virreinato. Luego llegó el visitador José de Gálvez para iniciar reformas económicas y tributarias y en 1767 la Corona ordenó la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios de la monarquía. Unos 400 jesuitas tuvieron que salir de la Nueva España al exilio en Italia. La mayoría eran criollos, que se habían dedicado a tres tareas: evangelizar a los indios en el norte; directores de ejercicios espirituales y predicadores en las áreas urbanas; y profesores en los colegios ubicados en 21 ciudades y villas de la Nueva España. En muchos de estos colegios, un hermano coadjutor enseñaba las primeras letras a niños de todos los grupos sociales, incluyendo a los indígenas.
Uno de los encargos del visitador Gálvez fue la reforma administrativa de las finanzas de las ciudades españolas y de los pueblos de indios. El modelo para este proyecto era la Real Instrucción del 30 de julio de 1760, expedida por Carlos III para las poblaciones de España. La Instrucción ordenaba implantar un nuevo sistema para administrar los fondos municipales de la Península. Siguiendo el ejemplo de lo realizado en Madrid, Gálvez estableció en la ciudad de México la Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. (“Propios” eran los terrenos comunales de los municipios españoles; arbitrios eran los impuestos en dichas localidades y “Bienes de comunidad” eran las tierras comunales y fondos de los pueblos de indios. ) El visitador redactó reglamentos para varias ciudades, como Guanajuato, San Luis Potosí y la ciudad de México y en 1773 se empezaron a elaborar reglamentos para los pueblos de indios. Para ambos tipos de municipios, de españoles y de indígenas, la pauta fue la misma: aumentar los ingresos, disminuir los gastos y enviar el dinero sobrante fuera de las localidades a las cajas reales. Para los españoles e indígenas, la nueva fiscalización impuesta por los reglamentos significaba un cambio. Antes los ayuntamientos y las repúblicas manejaban con virtual autonomía la recaudación y gasto de los fondos y casi siempre los erogaban en celebraciones religiosas. Los reglamentos de bienes de comunidad para los pueblos de indios limitaban los gastos para fiestas y ordenaban el pago del salario para un maestro de escuela en los lugares con suficientes fondos.
Reglamento del pueblo de Tequila, intendencia de Guadalajara, 1792
Gradualmente se fueron estableciendo escuelas para los niños indígenas o se aumentaron los sueldos en pueblos que ya tenían maestros antes de 1773.
En el campo de la educación, el resultado de esta política fue que en la intendencia de México, 467 pueblos de indios (37% de los 1 245 pueblos) tenían escuelas de primeras letras; en la intendencia de Michoacán, 94 pueblos (37% de los 254 poblaciones) y en Guanajuato 50% de los 39 pueblos. En todo el virreinato de la Nueva España había 1 015 pueblos de indios con escuelas. Esto significaba que 26% de los 4 088 pueblos tenían escuelas de primeras letras en 1808.
Escuelas en los pueblos de indios de Nueva España, ca. 1803
Los reglamentos de bienes de comunidad y las cuentas financieras anuales de cada pueblo en la intendencia de México presentan datos sobre los 467 escuelas. En primer lugar, la Iglesia financió solamente 14 de estas 467 escuelas, esto es 3%. Los padres indígenas sostenían 114 (24%); las cajas de comunidad contribuían parte del salario en 205 localidades (44%) y en 134 (29%) pueblos de indios el salario completo del maestro fue otorgado por las cajas comunales.
Escuelas de indios y forma de financiamiento, intendencia de México,1808
Educación indígena en el siglo XVIII
Para entender la educación indígena en el siglo XVIII es importante tomar en cuenta la estructura y funciones de los “pueblos de indios” de la Nueva España. En la cédula real de 1691, el rey ordenó pagar a los maestros de escuela “de los bienes de comunidad de pueblos de los indios” y así reconoció que los pueblos representaban una forma de gobierno local y una fuente de divisas que se podría usar para las escuelas. El “pueblo de indios” era uno de tres tipos de asentamientos humanos reconocidos en la legislación. La base de la estructura política y administrativa del virreinato al nivel local consistía en las ciudades y las villas de españoles y los pueblos de indios. En el siglo XVIII había aproximadamente 70 ciudades y villas de españoles y 4 000 pueblos de indios. En las ciudades y villas había ayuntamientos o cabildos, y en los pueblos de indios, el cabildo se llamaba la “república.”
El pueblo de indios era una entidad corporativa, reconocida legalmente, con gobernantes indígenas electos anualmente, donde vivían por lo menos 80 tributarios (aproximadamente 360 indígenas) y había una iglesia consagrada y una dotación de tierra comunal inalienable. Los “oficiales de república” eran el gobernador, el alcalde, el regidor, el alguacil mayor y el escribano, encargados de recolectar el tributo, supervisar las tierras de comunidad y los fondos de la caja de comunidad, administrar justicia para crímenes menores según la costumbre del pueblo, financiar y dirigir las principales fiestas religiosas, representar al pueblos legalmente y ser testigos de los testamentos de los indígenas. Cada año los “vocales” o “electores” indígenas del pueblo eligieron los oficiales de república.
Los ingresos del pueblo provenían principalmente del producto de diez varas cuadradas de tierra (diez metros cuadrados) que cada tributario cultivaba y el arrendamiento de terrenos sobrantes de los bienes de comunidad. Casi todos los fondos eran gastados cada año en las ceremonias litúrgicas, comida comunal, fuegos pirotécnicos, música y flores de las festividades sacras, especialmente la del santo patrón del pueblo, Corpus Christi, Jueves Santo, y las tres pascuas: Navidad, Resurrección y Pentecostés.
A principios del siglo XVIII los obispos empezaron a ordenar que las cajas de comunidad o los padres de los niños indios financiaran las “escuelas de lengua castellana”, nombre usado hasta 1773 para las escuelas donde se enseñaban el castellano, la doctrina cristiana, leer y escribir. El arzobispo de México, basándose en un decreto de 1716 del virrey, fundó escuelas, una para niños y otra para niñas, durante su visita pastoral a los pueblos de indios al norte de la capital.
Posiblemente en otras diócesis los prelados llevaron a cabo programas parecidos al de México.
A mediados del siglo XVIII, el arzobispo Manuel Rubio y Salinas ordenó a los párrocos en las doctrinas que establecieran escuelas. Tres fueron los documentos enviados a cada sacerdote: un edicto del 31 de julio de 1753 en el cual se mandó que se cumpliera “las reiteradas cédulas de su majestad” referentes a la enseñanza del castellano: una “Instrucción para el establecimiento de escuelas de lengua castellana para los niños y niñas,” y las “Diligencias judiciales que se debían observar en orden a plantar, fundar y establecer la escuela.” La “Instrucción” presentaba los ocho pasos que cada párroco debía seguir para lograr el establecimiento de la escuela. El primero era “captar la voluntad” de los gobernantes indígenas del pueblo y hablar a cada oficial indio “uno por uno, mañosamente para que condesciendan.” Los pasos dos a cuatro se referían al salario mensual adecuado para el maestro que se debería conseguir, según había ordenado el rey, de los bienes de comunidad, del cultivo de una tierra común o de una contribución de todos los del pueblo. El quinto paso recomendó enseñar separadamente a los niños y la niñas a “leer, hablar y escribir en lengua castellana y a rezar y cantar en ella la doctrina cristiana.” El sexto punto señalaba que el fiscal indio del pueblo “ha de llevar los niños y niñas a la escuela aunque sus padres resistan.” El séptimo paso aconsejaba al sacerdote “exhortar pero no compeler” a los adultos a que aprendieran el español y el octavo, mostrar a los indígenas el edicto del arzobispo. Se mencionó poner la escuela en la casa del párroco para poder supervisar el desempeño del preceptor y la posibilidad de que el sacerdote contribuyera al salario del maestro.
Rubio y Salinas llevó a cabo el proyecto educativo al mismo tiempo que cumplió con la real cédula de 1749 que ordenaba la secularización de las doctrinas en todo el arzobispado de México. Esta sustitución de los frailes de las órdenes religiosas por sacerdotes diocesanos, esto es por clérigos seglares, provocó oposición de los feligreses indígenas, de los franciscanos y agustinos, y de los habitantes de la ciudad de México. En Apatzingán y varios pueblos de Oaxaca los indios detuvieron al fraile e impidieron la entrada del nuevo párroco. Las órdenes religiosas publicaron sátiras acusando al arzobispo de poner a sus parientes en las doctrinas, quienes no hablaban las lenguas indígenas y desplazaban a los “criollos”. En la capital circulaban versos anónimos que decían que Rubio y Salinas llevaba a cabo la secularización de las doctrinas “por la codicia” de apoderarse de los ornamentos de las iglesias de los frailes.
El Rey Felipe V, dándose cuenta de la oposición, suavizó la secularización al ordenar que se debía realizar gradualmente, sin quitar al fraile hasta que muriera, para poner el sacerdote diocesano, y que los nuevos párrocos estuvieran “con perfección instruidos en los idiomas de los naturales y éstos en el castellano”.
Para 1754 había escuelas en 281 pueblos de indios en el arzobispado de México. La mayoría estaba financiada por los padres de familia y las demás por el dinero de las cajas de comunidad o del subsidio dado por el párroco.
Pueblos de indios con escuelas de lengua castellana en el Arzobispado de México, 1754.
La década de 1760 a 1770 fue un teimpo de cambios abruptos en la política virreinal, los que no fueron bien recibidos por los moradores de la Nueva España. En 1765 llegaron 5 000 soldados mercenarios de España para formar el primer ejército permanente; durante los 250 años anteriores no habían existido tropas estacionarias en el virreinato. Luego llegó el visitador José de Gálvez para iniciar reformas económicas y tributarias y en 1767 la Corona ordenó la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios de la monarquía. Unos 400 jesuitas tuvieron que salir de la Nueva España al exilio en Italia. La mayoría eran criollos, que se habían dedicado a tres tareas: evangelizar a los indios en el norte; directores de ejercicios espirituales y predicadores en las áreas urbanas; y profesores en los colegios ubicados en 21 ciudades y villas de la Nueva España. En muchos de estos colegios, un hermano coadjutor enseñaba las primeras letras a niños de todos los grupos sociales, incluyendo a los indígenas.
Uno de los encargos del visitador Gálvez fue la reforma administrativa de las finanzas de las ciudades españolas y de los pueblos de indios. El modelo para este proyecto era la Real Instrucción del 30 de julio de 1760, expedida por Carlos III para las poblaciones de España. La Instrucción ordenaba implantar un nuevo sistema para administrar los fondos municipales de la Península. Siguiendo el ejemplo de lo realizado en Madrid, Gálvez estableció en la ciudad de México la Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. (“Propios” eran los terrenos comunales de los municipios españoles; arbitrios eran los impuestos en dichas localidades y “Bienes de comunidad” eran las tierras comunales y fondos de los pueblos de indios. ) El visitador redactó reglamentos para varias ciudades, como Guanajuato, San Luis Potosí y la ciudad de México y en 1773 se empezaron a elaborar reglamentos para los pueblos de indios. Para ambos tipos de municipios, de españoles y de indígenas, la pauta fue la misma: aumentar los ingresos, disminuir los gastos y enviar el dinero sobrante fuera de las localidades a las cajas reales. Para los españoles e indígenas, la nueva fiscalización impuesta por los reglamentos significaba un cambio. Antes los ayuntamientos y las repúblicas manejaban con virtual autonomía la recaudación y gasto de los fondos y casi siempre los erogaban en celebraciones religiosas. Los reglamentos de bienes de comunidad para los pueblos de indios limitaban los gastos para fiestas y ordenaban el pago del salario para un maestro de escuela en los lugares con suficientes fondos.
Reglamento del pueblo de Tequila, intendencia de Guadalajara, 1792
Gradualmente se fueron estableciendo escuelas para los niños indígenas o se aumentaron los sueldos en pueblos que ya tenían maestros antes de 1773.
En el campo de la educación, el resultado de esta política fue que en la intendencia de México, 467 pueblos de indios (37% de los 1 245 pueblos) tenían escuelas de primeras letras; en la intendencia de Michoacán, 94 pueblos (37% de los 254 poblaciones) y en Guanajuato 50% de los 39 pueblos. En todo el virreinato de la Nueva España había 1 015 pueblos de indios con escuelas. Esto significaba que 26% de los 4 088 pueblos tenían escuelas de primeras letras en 1808.
Escuelas en los pueblos de indios de Nueva España, ca. 1803
Los reglamentos de bienes de comunidad y las cuentas financieras anuales de cada pueblo en la intendencia de México presentan datos sobre los 467 escuelas. En primer lugar, la Iglesia financió solamente 14 de estas 467 escuelas, esto es 3%. Los padres indígenas sostenían 114 (24%); las cajas de comunidad contribuían parte del salario en 205 localidades (44%) y en 134 (29%) pueblos de indios el salario completo del maestro fue otorgado por las cajas comunales.
Escuelas de indios y forma de financiamiento, intendencia de México,1808
Nueve de las 43 subdelegaciones de la intendencia de México se destacaban por tener escuelas con excelentes salarios (96 pesos o más al año pagados por las cajas de comunidad): Tetela del Río, Otumba, Lerma, Tacuba, Coyoacín, las parcialidades de Santiago Tlatelolco y de San Juan Tenochitlan en la ciudad de México, Querétaro, Apan y Chalco.
En las demás intendencias varios pueblos de indios también pagaban buenos sueldos a sus maestros y en algunos lugares sostenían escuelas para niñas indígenas. Los lugares donde se otorgaban los salarios más altos eran:
En las demás intendencias varios pueblos de indios también pagaban buenos sueldos a sus maestros y en algunos lugares sostenían escuelas para niñas indígenas. Los lugares donde se otorgaban los salarios más altos eran:
Tenancingo, intendencia de México, 500 pesos al año
Yanhuitlán, intendencia de Oaxaca, 300 pesos al año
Pátzcuaro, intendencia de Michoacán, 300 pesos al año
Malpaís, intendencia de Durango, 250 pesos al año
San Andrés Tuxtla, intendencia de Veracruz, 250 pesos al año
Tlaltenango, intendencia de Zacatecas, 200 pesos al año
Tacámbaro, intendencia de Michoacán, 200 pesos al año
Malinalco, Yautepec, Asuchitlan y Poliutla, intendencia de México, 200 pesos al año.
En algunas subdelegaciones había escuelas en la mayoría de los pueblos de indios y una escuela por cada 160 niños entre seis y doce años de edad:
Huexolotitlán y Cuatro Villas, intendencia de OaxacaLas escuelas para niñas indígenas, llamadas “amigas” o “migas”, eran menos que las de varones. Sin embargo, al final del siglo XVIII, había escuelas para muchachas en las intendencias de México, Veracruz, Puebla y Durango, y posiblemente en otras regiones.Escuelas para niñas indias
Xalacingo y Orizaba, intendencia de Veracruz
Chietla y Totmehuacan, intendencia de Puebla
Jiquilpan, Zamora y Uruapan, intendencia de Michoacán
Zapotlán, intendencia de Guadalajara
Aguascalientes, intendencia de Zacatecas
Zimapán, Lerma, Apan, Coyoacán, Tetela del Río, Malinalco, Ecatepec, Cuautla, Coatepec, Temascaltepec, Zumpango de la Laguna, intendencia de México.
Además, en 1805 existían colegios internados para jóvenes indias en la ciudad de México (2), Cuescomatitlán y Cajititlán, subdelegación de Tlajomulco (intendencia de Guadalajara) y Toluca. Los internados de estudios primarios y avanzados para varones indígenas, al final del siglo XVIII, eran San Gregorio en la ciudad de México, el colegio en Pátzcuaro y el colegio de San Javier en Puebla. Los otros cuatro colegios (Santiago Tlatelolco, Parras, San Luis de la Paz y Tepotzotlán) ya no tenían internados, pues se habían convertido en escuelas de primeras letras.
La educación indígena no consistía solamente en la enseñanza de la doctrina cristiana, sino que también incluía el castellano, la lectura, la escritura, el canto y a veces tocar algún instrumento musical y la aritmética. Los maestros eran laicos, no sacerdotes ni frailes; en Oaxaca seminaristas bi-lingües enseñaban en algunos pueblos. Su financiamiento venía de las cajas de comunidad o de las familias indígenas, con excepción de la intendencia de Oaxaca, donde casi la mitad de las escuelas recibían ayuda financiera del párroco. Es importante recordar que había lugares donde se pagaba al maestro con dinero de la “dominica”, una recolecta llevada a cabo por los oficiales de república después de la misa dominical. Los fondos venían de los indios, no del sacerdote, aunque él supervisaba la colecta y recibía parte del dinero. En pueblos donde la caja de comunidad contribuía al salario magisterial, era la autoridad civil local, en la persona del subdelegado, quien vigilaba el pago al maestro de los fondos en las cajas comunales y nombraba al preceptor, a veces con la anuencia del párroco.
La vida escolar en los pueblos de indios
Para los indios de la Nueva España no era extraño enviar a sus hijos a la escuela. Desde el siglo XVI la enseñanza diaria catequística en la parroquia, generalmente impartida en la lengua indígena por el fraile, el sacerdote o el indio fiscal, era común y los niños iban una o dos horas cada mañana. Lo que cambió a mediados del siglo XVIII era que además de la enseñanza religiosa se incluían el castellano, la lectura y a veces la escritura; el horario era más largo y el sueldo del maestro era pagado por las cajas de comunidad o por los padres de familia. Las escuelas de doctrina cristiana se convirtieron en escuelas de lengua castellana y el “doctrinero” en “maestro de escuela” o preceptor.
A menudo los documentos de este periodo mencionan la “repugnancia” de los padres indígenas de enviar a sus hijos a la escuela, argumentando tres razones principales. La insistencia en el periodo de 1754 a 1770 de enseñar solamente en castellano no era del agrado de las familias, en parte por la actitud de las autoridades eclesiásticas y gubernamentales hacia las lenguas indígenas por considerarlas “bárbaras”, y en parte por querer que la instrucción estuviera en su propio lengua “por parecerles que su idioma tiene más sal o porque les parezca más dulce por ser de su Patria o porque lo maman.” Especialmente para la doctrina cristiana, los indios querían que la enseñanza fuera en su lengua nativa. Más adelante, cuando la actitud de que “se extingan los diferentes idiomas de que se usa y sólo se hable el castellano”, se cambió a una de estímulo pero no de aprendizaje obligatorio, y un mayor número de los mismo indígenas y los preceptores eran bilingües, la oposición por razones de la lengua de enseñanza disminuyó notablemente.
Otro motivo de protesta estaba relacionado con el costo de la escuela. En vista de que frecuentemente los padres tenían que contribuir de sus bolsillos parte o todo del salario magisterial, la carga económica les pesaba y solicitaron al gobierno que las cajas comunales asumieran el financiamiento. Otra razón económica para oponerse a la escuela en la Nueva España y en el resto del mundo occidental en esta época, era que la asistencia de los niños a clases durante varias horas, los apartaba de sus tareas en la agricultura. En general, la resistencia hacia la escuela estaba ligada a los efectos negativos que causaban en la economía familiar.
Los indios, afianzado su caudal más que en su propio trabajo, en el servicio que les hacen sus hijos desde la pequeña edad de cinco años en que les aplican a guardar sus cerdos, gallinas, burros y bueyes, cuidando sus cortas siembras del perjuicio de estos animales y suministrando a sus padres la comida en el trabajo y habiendo de separarse de dichas cosas por la diaria concurrencia a las escuelas, estos mismos indios que antes eran beneficiarios y útiles a sus padres, les serán perjudiciales y gravosos.
Por eso, en lugares donde las cajas de comunidad cubrían el salario del preceptor casi desaparecieron las quejas de los padres, aunque a veces el sacerdote quedó insatisfecho con la asistencia porque consideraba que debían asistir “todos los niños”.
Aunque en la cédula real de 1770 la meta oficial para América y las Filipinas era que “de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los mismo dominios, y sólo se hable el castellano”, cédulas posteriores de 1778 y 1782 dejaron de insistir en este mandato y pusieron hincapié en las primeras letras al promover, pero no obligar, la castellanización. Como resultado, a menudo los maestros eran bilingües y de hecho los indígenas los preferían así. El gobernador de Xochimilco señalaba que “necesitamos un sujeto que a más de estar impuesto perfectamente en los misterios de la fe que ha de enseñar, tenga facilidad de traducirla del idioma castellano a el mexicano. Esta es casi la cualidad principal que se debe solicitar en el maestro que haya de cultivar a los párvulos de esta feligresía”.
Muchas veces en las áreas rurales el preceptor de escuela era el único
no indio en el pueblo. De los 36 maestros en la subdelegación de Tlapa (estado actual de Guerrero), 21 preceptores eran los únicos no indios en el pueblo.
Características de los maestros en los pueblos de Tlapa, intendencia de Puebla, 1791
Regiones, como Tecali, Huachinango (Puebla), Villa Alta, Antequera, Nochistlán, Miahuatlán, Cuuilapan y Tehuantepec (Oaxaca), tenían maestros indígenas. En Yucatán, probablemente 33% de las 72 escuelas fueron dirigidas por “maestros de color” (mulatos) y las demás por españoles, algunos de los cuales cambiaron su residencia de Mérida al pueblo donde enseñaban. También en Chiapas hay indicios de que indios y mestizos ejercían el magisterio. En la intendencia de México, pueblos en las subdelegaciones de Tetela del Río, Metepec, Tenango del Valle, Ixtacalco, Meztitlán y Cuernavaca tenían maestros indígenas.
Lista de maestros de escuelas en la jurisdicción de Miahuatlán, Oaxaca, 1784
Si los moradores de un pueblo no estaban satisfechos con el preceptor, no podían despedirlo si su salario era pagado por la caja de comunidad, porque esta fuente de financiamiento estaba bajo la jurisdicción del gobierno virreinal; por ende, era el subdelegado de la región quien nombraba el maestro y sólo él, con el permiso del gobierno, podía destituirlo. ¿Qué podían hacer los pueblos con un preceptor no deseado? Lo más común era retirar sus hijos de la escuela o mandarlos sin pagar al maestro. Esta táctica se llamaba “aburrir” al maestro “y los maestros compelidos a la hambre se vean precisados a retirarse.” En pueblos donde el sueldo entero venía de las cajas comunales, la república tenía que solicitar por escrito su destitución, que en 50% de los casos estudiados era aprobada y en el resto, negada. En otros casos los gobernantes indígenas llegaban a un acuerdo con el subdelegado y el sacerdote para cambiar al preceptor.
Los indios sabían lo que querían en un maestro: capacidad en la enseñanza, un trato amable con los niños y una vida ejemplar. No estaban conformes con preceptores ineficaces. Los padres de familia en Tepoztlán, al ver con disgusto que pocos alumnos habían aprendido a escribir, protestaron que “Perder dinero sin provecho a nadie le gusta.” Los de Villa Alta, Oaxaca, molestos por la falta de progreso de los niños, informaron que habían pagado al profesor “sin haber enseñado niño a leer... Esto es el mayor sentimiento de nosotros a que solo el dicho maestro se está aprovechando de nuestro dinero“.
Generalmente el lugar de la escuela era un cuarto en la vivienda del maestro. En Chiapas era común tener las clases en el cabildo, esto es, el edificio ubicado en la plaza donde se reunía la república, donde viajeros pasaban la noche y donde se encarcelaba a los culpables de crímenes menores. Se aconsejaba abrir una puerta hacia la calle desde el salón de clase para tener un espacio separado de las reuniones y de los prisioneros. También los alumnos y sus maestros se reunían en las salas de casas alquiladas para este propósito, en moradas vacías, en jacales, en la casa del párroco, en la portería de la iglesia, en la capilla poza en el atrio y en haciendas y trapiches.
Durante la época colonial, ni en las ciudades y villas de españoles, ni en los pueblos de indios se acostumbraba construir un edificio especialmente para la escuela de primeras letras. Sin embargo, cuatro pueblos se destacaban por haber edificado escuelas para acomodar alrededor de 100 alumnos. El párroco de Chignahuacan, Puebla, construyó una escuela de dos piezas en la plaza: un salón medía 11 metros de largo y 6 metros de ancho “con sus cinco gradas de ocho varas de largo para el asiento de los niños, dos mesas para que escriban y una dicha grada con su asiento correspondiente para el maestro.” El otro cuarto era la recámara para el preceptor, quien recibía de la caja de comunidad un sueldo anual de 96 pesos. Otros pueblos con edificios escolares eran San Andrés Tuxtla, Veracruz, con un cuarto para los muchachos que aprendían a leer y otro para los que aprendían a escribir; San Miguel Nonoalco y Santa Ana Zacatlamanco, cerca de la ciudad de México. Esta última fue diseñada por el arquitecto Francisco Antonio Guerrero y Torres y costeada por la caja de comunidad. Consistía en un salón para los varones, 15 metros por 6 metros y la “miga” para las niñas, 8 metros por 6 metros. Había una cocina y dormitorio para la maestra.
Croquis arquitectónico de la escuela y amiga de Santa Ana Zacatlamanco, Iztacalco, hecho por Francisco Antonio Guerrero y Torres
¿Qué pasaba dentro de la escuela? La enseñanza impartida a los indígenas era bastante parecida a la de las escuelas en las ciudades y villas de españoles. Había pocos útiles y textos escolares; de cuatro a seis niños compartían la cartilla y el catecismo. Se dividía a los alumnos en dos grupos: los principiantes en la clase de leer y los más avanzados, de mayor edad, en la clase de escribir. Como en todos los países de Europa y América en el siglo XVIII, el niño aprendía a leer durante dos o tres años y solamente después, cuando tenía alrededor de nueve años, aprendía a escribir. No se enseñaba a leer y a escribir simultáneamente. Como resultado de esta práctica, en el mundo occidental durante el siglo XVIII y en buena parte del siglo XIX, debido a que muchos alumnos abandonaban la escuela al haber aprendido a leer, más personas sabían leer que escribir.
Para leer, primero se enseñaba la pronunciación de cada letra del alfabeto, como estaba presentada en la “cartilla”. Luego se aprendía a deletrear las sílabas de dos letras, tres, y cuatro letras, pronunciando cada letra y luego el sonido de la sílaba. Este método, el deletreo, era usado desde el siglo XVI y se empezó a introducir el silabeo en la Nueva España a principios del siglo XIX. La cartilla también contenía las oraciones más conocidas para practicar la lectura. También se leía el catecismo de Jerónimo Ripalda, otro libro del siglo XVI, además de memorizar las preguntas y respuestas del catecismo. Había versiones del catecismo de Ripalda en varias lenguas indígenas y numerosas ediciones de enseñanza religiosa en la lengua mexicana en el Catecismo breve, del jesuita Bartolomé Castaño (1744,1746,1774, 1803, 1809) y en la Doctrina breve, del sacerdote Antonio Vázquez Gastelu (1689, 1793, 1716, 1726, 1756, 1792, 1838, 1846, 1854, 1878, 1885, 1888). La lectura avanzaba al uso del “Catón”, género de libro en verso o prosa con los consejos supuestamente formulados por el antiguo romano, Catón. Probablemente existían en forma de manuscritos cartillas y silabarios en náhuatl para enseñar a leer en dicho idioma y en 1818 se publicó un Silabario de la lengua mexicana.
Las parcialidades de Tlatelelco y Tenochitlan en la ciudad de México financiaron la publicación de la biografía de una india otomí de Querétaro quien tenía fama de santa: la Vida exemplar de la hermana Salvadora de los Santos, india otomí. En la primera frase del prólogo escrito por los dos gobernadores indígenas, se proclamaba que el propósito de la publicación era tener un texto escolar de lectura para los alumnos en las 13 escuelas y 9 amigas de las parcialidades.
Aunque en la cédula real de 1770 la meta oficial para América y las Filipinas era que “de una vez se llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas de que se usan en los mismo dominios, y sólo se hable el castellano”, cédulas posteriores de 1778 y 1782 dejaron de insistir en este mandato y pusieron hincapié en las primeras letras al promover, pero no obligar, la castellanización. Como resultado, a menudo los maestros eran bilingües y de hecho los indígenas los preferían así. El gobernador de Xochimilco señalaba que “necesitamos un sujeto que a más de estar impuesto perfectamente en los misterios de la fe que ha de enseñar, tenga facilidad de traducirla del idioma castellano a el mexicano. Esta es casi la cualidad principal que se debe solicitar en el maestro que haya de cultivar a los párvulos de esta feligresía”.
Muchas veces en las áreas rurales el preceptor de escuela era el único
no indio en el pueblo. De los 36 maestros en la subdelegación de Tlapa (estado actual de Guerrero), 21 preceptores eran los únicos no indios en el pueblo.
Características de los maestros en los pueblos de Tlapa, intendencia de Puebla, 1791
Regiones, como Tecali, Huachinango (Puebla), Villa Alta, Antequera, Nochistlán, Miahuatlán, Cuuilapan y Tehuantepec (Oaxaca), tenían maestros indígenas. En Yucatán, probablemente 33% de las 72 escuelas fueron dirigidas por “maestros de color” (mulatos) y las demás por españoles, algunos de los cuales cambiaron su residencia de Mérida al pueblo donde enseñaban. También en Chiapas hay indicios de que indios y mestizos ejercían el magisterio. En la intendencia de México, pueblos en las subdelegaciones de Tetela del Río, Metepec, Tenango del Valle, Ixtacalco, Meztitlán y Cuernavaca tenían maestros indígenas.
Lista de maestros de escuelas en la jurisdicción de Miahuatlán, Oaxaca, 1784
Si los moradores de un pueblo no estaban satisfechos con el preceptor, no podían despedirlo si su salario era pagado por la caja de comunidad, porque esta fuente de financiamiento estaba bajo la jurisdicción del gobierno virreinal; por ende, era el subdelegado de la región quien nombraba el maestro y sólo él, con el permiso del gobierno, podía destituirlo. ¿Qué podían hacer los pueblos con un preceptor no deseado? Lo más común era retirar sus hijos de la escuela o mandarlos sin pagar al maestro. Esta táctica se llamaba “aburrir” al maestro “y los maestros compelidos a la hambre se vean precisados a retirarse.” En pueblos donde el sueldo entero venía de las cajas comunales, la república tenía que solicitar por escrito su destitución, que en 50% de los casos estudiados era aprobada y en el resto, negada. En otros casos los gobernantes indígenas llegaban a un acuerdo con el subdelegado y el sacerdote para cambiar al preceptor.
Los indios sabían lo que querían en un maestro: capacidad en la enseñanza, un trato amable con los niños y una vida ejemplar. No estaban conformes con preceptores ineficaces. Los padres de familia en Tepoztlán, al ver con disgusto que pocos alumnos habían aprendido a escribir, protestaron que “Perder dinero sin provecho a nadie le gusta.” Los de Villa Alta, Oaxaca, molestos por la falta de progreso de los niños, informaron que habían pagado al profesor “sin haber enseñado niño a leer... Esto es el mayor sentimiento de nosotros a que solo el dicho maestro se está aprovechando de nuestro dinero“.
Generalmente el lugar de la escuela era un cuarto en la vivienda del maestro. En Chiapas era común tener las clases en el cabildo, esto es, el edificio ubicado en la plaza donde se reunía la república, donde viajeros pasaban la noche y donde se encarcelaba a los culpables de crímenes menores. Se aconsejaba abrir una puerta hacia la calle desde el salón de clase para tener un espacio separado de las reuniones y de los prisioneros. También los alumnos y sus maestros se reunían en las salas de casas alquiladas para este propósito, en moradas vacías, en jacales, en la casa del párroco, en la portería de la iglesia, en la capilla poza en el atrio y en haciendas y trapiches.
Durante la época colonial, ni en las ciudades y villas de españoles, ni en los pueblos de indios se acostumbraba construir un edificio especialmente para la escuela de primeras letras. Sin embargo, cuatro pueblos se destacaban por haber edificado escuelas para acomodar alrededor de 100 alumnos. El párroco de Chignahuacan, Puebla, construyó una escuela de dos piezas en la plaza: un salón medía 11 metros de largo y 6 metros de ancho “con sus cinco gradas de ocho varas de largo para el asiento de los niños, dos mesas para que escriban y una dicha grada con su asiento correspondiente para el maestro.” El otro cuarto era la recámara para el preceptor, quien recibía de la caja de comunidad un sueldo anual de 96 pesos. Otros pueblos con edificios escolares eran San Andrés Tuxtla, Veracruz, con un cuarto para los muchachos que aprendían a leer y otro para los que aprendían a escribir; San Miguel Nonoalco y Santa Ana Zacatlamanco, cerca de la ciudad de México. Esta última fue diseñada por el arquitecto Francisco Antonio Guerrero y Torres y costeada por la caja de comunidad. Consistía en un salón para los varones, 15 metros por 6 metros y la “miga” para las niñas, 8 metros por 6 metros. Había una cocina y dormitorio para la maestra.
Croquis arquitectónico de la escuela y amiga de Santa Ana Zacatlamanco, Iztacalco, hecho por Francisco Antonio Guerrero y Torres
¿Qué pasaba dentro de la escuela? La enseñanza impartida a los indígenas era bastante parecida a la de las escuelas en las ciudades y villas de españoles. Había pocos útiles y textos escolares; de cuatro a seis niños compartían la cartilla y el catecismo. Se dividía a los alumnos en dos grupos: los principiantes en la clase de leer y los más avanzados, de mayor edad, en la clase de escribir. Como en todos los países de Europa y América en el siglo XVIII, el niño aprendía a leer durante dos o tres años y solamente después, cuando tenía alrededor de nueve años, aprendía a escribir. No se enseñaba a leer y a escribir simultáneamente. Como resultado de esta práctica, en el mundo occidental durante el siglo XVIII y en buena parte del siglo XIX, debido a que muchos alumnos abandonaban la escuela al haber aprendido a leer, más personas sabían leer que escribir.
Para leer, primero se enseñaba la pronunciación de cada letra del alfabeto, como estaba presentada en la “cartilla”. Luego se aprendía a deletrear las sílabas de dos letras, tres, y cuatro letras, pronunciando cada letra y luego el sonido de la sílaba. Este método, el deletreo, era usado desde el siglo XVI y se empezó a introducir el silabeo en la Nueva España a principios del siglo XIX. La cartilla también contenía las oraciones más conocidas para practicar la lectura. También se leía el catecismo de Jerónimo Ripalda, otro libro del siglo XVI, además de memorizar las preguntas y respuestas del catecismo. Había versiones del catecismo de Ripalda en varias lenguas indígenas y numerosas ediciones de enseñanza religiosa en la lengua mexicana en el Catecismo breve, del jesuita Bartolomé Castaño (1744,1746,1774, 1803, 1809) y en la Doctrina breve, del sacerdote Antonio Vázquez Gastelu (1689, 1793, 1716, 1726, 1756, 1792, 1838, 1846, 1854, 1878, 1885, 1888). La lectura avanzaba al uso del “Catón”, género de libro en verso o prosa con los consejos supuestamente formulados por el antiguo romano, Catón. Probablemente existían en forma de manuscritos cartillas y silabarios en náhuatl para enseñar a leer en dicho idioma y en 1818 se publicó un Silabario de la lengua mexicana.
Las parcialidades de Tlatelelco y Tenochitlan en la ciudad de México financiaron la publicación de la biografía de una india otomí de Querétaro quien tenía fama de santa: la Vida exemplar de la hermana Salvadora de los Santos, india otomí. En la primera frase del prólogo escrito por los dos gobernadores indígenas, se proclamaba que el propósito de la publicación era tener un texto escolar de lectura para los alumnos en las 13 escuelas y 9 amigas de las parcialidades.
Tiene el objeto recomendable de proveer las Escuelas y Migas donde nuestros hijos son educados, de una especie de cartilla en que enseñándose a leer, aprendan al mismo tiempo a imitar las virtudes cristianas por una persona de su misma calidad.El libro fue publicado originalmente por el jesuita Antonio de Paredes en 1763, un año después de la muerte de Salvadora de los Santos. Los gobernadores indios decidieron imprimirlo en 1784 para que sirviera como libro de texto en las escuelas. Relataba la vida de una india nacida en Fresnillo, Zacatecas, que creció cerca de Querétaro. Ahí conoció a un grupo de beatas carmelitas y se unió a ellas durante 26 años, como ayudante en la vivienda y limosnera. Viajaba por el Bajío en busca de donaciones y en los recorridos encontraba gente buena y egoísta, santa y malvada, pero siempre les trató con bondad y consejos religiosos. Renombrada en la región por su abnegación, curaciones médicas para los enfermos, alegre canto y apariencia singular, el jesuita quiso conservar su memoria entre la población. Al utilizar la obra en las escuelas, los gobernantes indígenas deseaban promover una orientación educativa que resaltara entre los alumnos las virtudes de un ilustre antepasado y fortaleciera la identidad étnica y cohesión social de los indios. Por haber sido financiado por las cajas de comunidad en 1784 y 1791 (mil ejemplares cada edición) y distribuido gratuitamente en las escuelas, se puede considerar este libro, Vida exemplar de Salvadora de Los Santos, india otomí, como el primer libro de texto gratuito en México.
Para la escritura los niños más grandes se sentaban frente al maestro para poder practicar la formación de las letras cursivas. No se enseñaba a los principiantes las letras de molde, sino directamente el estilo manuscrito. Empleaban plumas o “cañones” fabricados de las alas de pájaro y tinta hecha de huizache y vinagre. La aritmética consistía en aprender a sumar, restar, multiplicar y dividir; en algunas escuelas, como en Tecali, se incluía la quinta regla de las fraccionees.
Para las familias indígenas era importante también que sus hijos aprendieran a ayudar en misa y la música. El canto llano, o gregoriano, los preparaba para participar en las ceremonias eclesiásticas, igual que el tocar el órgano o algún instrumento musical, como el violín, el clarín y la chirimía. En Yucatán las cajas de comunidad de 218 pueblos de un total de 224 pagaban a un maestro de capilla.
La enseñanza adquirida en las escuelas ayudaba a preparar a los jóvenes para participar en las ceremonias del culto sagrado, el manejo de los fondos de las cajas de comunidad y las cofradías y liderazgo en el pueblo en puestos civiles y religiosos tales como sacerdotes, gobernadores, alcaldes, escribanos, mayordomos de cofradías, fiscales, maestros de escuela, comerciantes, artesanos, y padres cristianos de familia. En 1781 el alcalde mayor de Cuernavaca opinaba que la educación en las escuelas para indios era “único, importantísimo medio para hacer capaces a sus hijos, no sólo para los oficios y cargos de su república, sino aun de los que obtienen los españoles” y en el pueblo de Tepospizaloya, Guadalajara, la autoridad española anotaba que la enseñanza servía para el “bien común del pueblo de donde puedan resultar cantores, escribanos, sacristanes y aun sacerdotes y monjas como hay en otras partes.” El promotor fiscal de Chiapas en 1799 escribió que los indígenas con conocimiento de las primeras letras podrían llegar a ser “curas del pueblo... tenientes o subdelegados de las intendencias”.
“La imprenta en Guadalajara y su producción : 1793-1821"
Cuando en 1791, Mariano Valdés Téllez Girón, hijo de Manuel Antonio Valdés, impresor en la ciudad de México, se dio cuenta "que la ciudad de Guadalajara carecía del beneficio público de la imprenta", decidió "proporcionar a sus moradores las utilidades que traen consigo y se siguen de semejantes inventos". En ese año a escribió al intendente y presidente de Real Audiencia de Guadalajara, Jacobo Ugarte y Loyola, para ofrecer el establecimiento de la imprenta siempre y cuando se le concediera "el privilegio exclusivo perpetuo" para imprimir todo lo que se le pidiera "sin que otra alguna persona pueda executarlo en la misma ciudad sin su permiso". Valdés exponía que el privilegio le permitiría "resarcirse" del "quantioso importe" de la instalación de la imprenta. Aunque la Real Audiencia de Guadalajara autorizó establecerla por decreto del 7 de febrero de 1792, previo dictamen del fiscal, no le otorgó el privilegio exclusivo porque el rey era la única autoridad que podía concederlo. La Audiencia señaló que disponía de tres años para solicitarlo y "persuadir el beneficio que resulta de las imprentas, que son uno de los mejores inventos que conoce la humanidad y los gravísimos perjuicios que no pueden dejar de originarse de su defecto".El 4 de julio de 1792, Mariano Valdés solicitó al rey, por medio de su apoderado en Madrid, Gabriel de Sancha , "se le concediera facultad para establecer una ymprenta en la ciudad de Guadalajara, cuyo vecindario carecía de este beneficio". Ofrecía establecerla a "su costa con el mayor primor", llevando de Madrid "las fundiciones nuebas y lo demás necesario, pero que haviendo de gastar en esto considerables cantidades de pesos, sin seguridad de conseguir algunas ventajas"; suplicaba a su majestad "se le concediese la lizencia con privilegio perpetuo y esclusivo para que ningún otro sugeto pudiera imprimir en dicha ciudad". Ante la petición de Valdés, el 21 de enero de 1793, el fiscal del Consejo de Indias expuso que nadie dudaba "del beneficio que se sigue de que se establezcan imprentas dentro del paraje donde se califiquen de útiles y necesarias", ni que Guadalajara, como capital del reino de la Nueva Galicia y con una Real Audiencia, influía para que se considerara "no solo por conveniente sino por indispensable y preciso el que se plantifique la propuesta imprenta allí con el designio que se explica". En relación a los privilegios opinaba que éstos se franqueaban "a los que se dedican a promover el bien público" y que se estimaban "correspondientes a su mérito y a lo que tienen que gastar para que surtan el deseado efecto sus ventajosos proyectos con el plausible fin de premiárselos, bonificarles su coste y excitar a otros a que los imiten". El funcionario indicó que Valdés podía conseguir la indemnización a la que aspiraba "con lo que le produzca la imprenta con su privilegio exclusivo durante el término de ocho o no más de diez años". El Consejo de Indias, en vista de lo que expuso el fiscal, consultó al rey el 28 de febrero para que:
"se dignase conceder a Mariano Valdés la facultad de establecer ymprenta en la ciudad de Guadalaxara con privilegio exclusivo con término de diez años, que estimaba bastante para que pudiera reintegrarse de los costos que indispensablemente había de tener, pero con la calidad de que no huviera en Guadalajara establecida otra ymprenta.su tienda. La historia de la imprenta en Guadalajara La investigación sobre la historia de la imprenta en Guadalajara empezó en el siglo pasado, en 1885, cuando el doctor Agustín Rivera publicó en un apéndice de La Filosofía en la Nueva España sus "Observaciones sobre la imprenta en la Nueva España, y especial sobre la fundación de la imprenta en Guadalajara". Con base en impresos tapatíos de los últimos años del siglo XVIII concluyó que la primera imprenta fue establecida entre 1790 y 1793 y no en 1808 como lo aseguraba el Calendario de Rodríguez que se publicaba en Guadalajara. El doctor Rivera criticó la falta de imprentas en otras ciudades de la Nueva España y la tardanza del establecimiento de la imprenta en Guadalajara, en donde había
en el orden eclesiástico obispo, curia episcopal, canónigos, curas, colegios de educación i conventos de franciscanos, de dominicos, jesuitas, agustinos, carmelitas, mercedarios, juaninos i betlemitas, i de monjas, capuchinas, de Santa María de Gracia, de Jesús María, de Santa Mónica i de Santa Teresa; en el orden civil había gobernador, Audiencia, abogados, escribanos i médicos; i en uno i otro orden había hombres de letras.Más tarde, quien recogió la inquietud por esta investigación fue el historiador tapatío Alberto Santoscoy. Adelantó algunos datos en Veinte años de beneficiencia y sus efectos durante un siglo y en El Mercurio, periódico que él dirigía . Después escribió dos ensayos: "La primera imprenta de los insurgentes", publicado en 1893 y "La introducción de la imprenta en Guadalajara", que apareció en 1902. En este último, Santoscoy, como Rivera, para indicar que la imprenta en Guadalajara se había establecido a fines de 1792 y había empezado a trabajar en 1793 se basó en los que suponía habían sido los dos primeros impresos:
Elogios fúnebres con que la Santa Iglesia Catedral de Guadalaxara ha celebrado la buena memoria de su prelado el Illmo. y Rmo. Señor Mtro. D. Fr. Antonio Alcalde. Se ponen al fin algunos monumentos de los que se han tenido presentes para formarlos. Guadalaxara: en la imprenta de don Mariano Valdés Téllez Girón, MDCCXCIII.
Novena de la milagrosa Imagen de Nuestra Señora de Aranzazú. Por un especial devoto de esta Soberana Reyna. Reimpresa en Guadalaxara: en la imprenta de D. Mariano Valdés Téllez Girón, año de 1793. Para corroborar estas fechas investigó en el Archivo del Sagrario de Guadalajara, donde pudo encontrar los registros del matrimonio de don Mariano Valdés con doña Rafaela Conique en 1793 y de los nacimientos de sus tres hijos, en 1794, 1795 y 1796.
“La cultura de la ilustración y las ideas de gratuidad, obligatoriedad y universalidad 1780-1821"
La historia de la educación en nuestro país ha sido abordada en varios de sus aspectos y momentos, aunque todavía falta mucho por historiar. En lo que se refiere a la producción historiográfica para el período de transición -finales de la época colonial y principios del periodo independiente-, se han realizado estudios que examinan; la relación entre el "sistema" educativo y el político, las reformas educativas, la educación superior, las escuelas para indios y mestizos, la educación para mujeres, la enseñanza del castellano y los contenidos y procedimientos de enseñanza, entre otros.
No obstante, no he localizado ninguna obra publicada que de manera explícita haya revisado el proceso de elaboración de las ideas de educación pública, gratuita, secular y obligatoria en los albores del siglo XIX. Estas nociones, más bien, han sido consideradas y reflexionadas en el contexto de investigaciones más amplias y con otros propósitos. La autora que ha investigado y escrito más obras sobre historia de la educación a fines de la época colonial es Dorothy Tanck, investigadora del Colegio de México. En sus libros, artículos y ensayos hace referencia a estas ideas derivadas de ese ambiente ilustrado que vivieron las sociedades europeas y también las americanas en la segunda mitad del siglo XVIII.
La autora ha analizado el proceso seguido por el gobierno español para ejercer un papel más activo en el terreno de la educación. En lo que respecta a la educación primaria. Dorothy Tanck ha explicado las estrategias utilizadas por la Corona y sus representantes en la Nueva España para aumentar el número de escuelas de primera enseñanza supervisadas por la autoridad civil. Con esto, además de lograr un control más directo sobre el establecimiento y financiamiento de escuelas de castellano y primeras letras, la corona mediante sus virreyes y otros funcionarios, promovió una serie de reformas que permitieron una mayor participación de los ayuntamientos y los pueblos de indios en la promoción de la enseñanza y la fundación de escuelas gratuitas.
En varios ensayos Dorothy Tanck, analiza preceptos y conceptos educativos contenidos en la Constitución Española de 1812 y otros reglamentos posteriores, comparándolos con los primeros ensayos educativos mexicanos. Señala que aun cuando existen variaciones en la definición del algunos términos, en unos y otros se destaca el papel que el Estado debe tomar en la administración, reglamentación y uniformación de la educación impartida en planteles financiados por el gobierno y en la supervisión de la instrucción impartida por la Iglesia y agrupaciones gremiales. Generalmente, sin embargo, después de 1814, el gobierno no suele intervenir en las escuelas de los particulares. De este modo, las leyes y reglamentos dictados por el gobierno español entre 1810 y 1821 constituyen la base para la educación de los primeros años del México independiente.
Entre otros historiadores Anne Staples, Mary Kay Vaughan y Francois Xavier Guerra, también han destacado la continuidad de las ideas educativas de finales de la época colonial y primeras del período independiente: los procesos de secularización, uniformación de la educación impartida por el Estado, promoción de una enseñanza gratuita para las clases populares, supervisión por parte del Estado de las escuelas financiadas por el gobierno y de la Iglesia, etcétera. Estos esfuerzos - más en el plano de lo normativo- estaban dirigidos a lograr una ciudadanía instruida y conciente de sus obligaciones civiles y de sus derechos, aun cuando en la práctica, subrayan, existía un abismo entre las ideas, lo que se legislaba y la realidad que se vivía.
Francisco Larroyo, en Historia Comparada de la educación en México nos ofrece un panorama amplio de la historia de la educación en México, desde la época prehispánica hasta la década de 1980. Sin embargo, en los capítulos en los que aborda la educación superior y elemental de finales de la época colonial, destaca la importancia del movimiento ilustrado del S. XVIII en las reformas educativas, que inician en la Nueva España. Según Larroyo, las ideas filosóficas provenientes de España y otros países europeos llegaron a México en las postrimerías de ese siglo, y el resultado de estas ideas y de las iniciativas de la Corona española, fue la puesta en marcha de algunas reformas educativas importantes; por ejemplo la creación de instituciones auspiciadas por particulares o que nacen y funcionan bajo la tutela del gobierno y no del clero. Asimismo al interior de las instituciones establecidas y sostenidas por el clero, los más destacados intelectuales y filósofos de la Compañía de Jesús promovieron la modernización de los estudios, en los cuales se empieza a considerar la ciencia moderna como la base de la educación superior. A diferencia de la educación superior, la enseñanza elemental, afirma el autor, sólo recibió un impulso legislativo, dado que en la práctica poco se avanzó.
Por último, pero reconociendo que existen otros autores que se han ocupado de estas mismas cuestiones, hago un breve comentario a las aportaciones que Ernesto Meneses Morales nos ofrece en su libro, Tendencias educativas oficiales en México 1821-1911. En éste, el autor describe los diversos proyectos y reformas educativas, planes y programas de estudio en México entre principios del siglo XIX y el porfiriato. En la primera parte del libro expone una breve, pero interesante síntesis del movimiento ilustrado que floreció en varios países europeos así como en la Nueva España. También nos introduce a lo que el llama "los modelos europeos de la educación nacional". En esta parte de la obra, subraya algunas aportaciones de educadores como Rousseau, Pestalozzi, Herbart y Fröbel, cuyas ideas no sólo fueron conocidas por los ilustrados mexicanos, sino que sirvieron de inspiración a los educadores y maestros, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX.
Asimismo, su conocimiento de los diversos ensayos educativos y de las opiniones vertidas en la prensa, le permitió al autor ir explicando como las ideas sobre educación gratuita, obligatoria se fueron afianzando entre los mexicanos, cuando se reconoce que la educación es necesaria en toda forma de gobierno, que requiere de ciudadanos ilustrados, para ejercer sus derechos y cumplir obligaciones, y que si bien no es preciso que todos tengan la misma educación si es necesario que todos adquieran alguna, en tanto que cada uno contribuye de distinta forma a "la felicidad común".
En resumen, las contribuciones de orden teórico y empírico al conocimiento de los procesos educativos -continuidades y cambios- de finales de la época colonial y principios del periodo independiente, por parte de los autores mencionados son muchas. Sus estudios nos ilustran acerca de las primeras medidas tomadas por los reyes borbónicos para promover e introducir reformas educativas en la Nueva España en los niveles elemental y superior, apropiadas a una sociedad en proceso de secularización, asimismo hacen referencia al papel que liberales y conservadores, después de la independencia le asignan a la escuela, como un medio infalible en la formación del ciudadano.
En el presente artículo aprovecho esas aportaciones para comprender mejor ese momento de transición de las ideas y de las prácticas educativas de finales del XVIII y principios del XIX. También las utilizo para acercarme al estudio de un tema que me resulta de la más interesante; la génesis de la noción de educación pública, entendida en el México de hoy como gratuita, laica y obligatoria.
La necesidad de establecer un diálogo entre el pasado y el presente que nos permita observar los cambios y permanencias de visiones y configuraciones que hemos llegado a reconocer en el actual sistema educativo mexicano, me han llevado a profundizar un poco más en los antecedentes y el contexto en el cual se plantearon y discutieron por vez primera, entre otros, temas relativos al deber del Estado en el fomento de la educación pública, la relación entre educación y orden social, la secularización del Estado, la concepción de la escuela como un espacio en el que mediante la enseñanza de la lectura, escritura, aritmética, doctrina cristiana y el catecismo civil se terminara con "la barbarie", y se diera paso a la civilización.
Aunque en el título el período queda comprendido entre los años de 1780 y 1821, de antemano sabemos que las ideas, creencias y esperanzas no surgen ni se consolidan en un momento concreto y determinado, sino que más bien se trata de procesos de larga duración. Sin embargo, es entre 1780 y 1821 que estas ideas en torno a la educación se empezaron a difundir y a popularizar tanto en España como en la Nueva España.
Introducción
Los principios que rigen el actual sistema educativo nacional en México, se sintetizan en el Art. 3°. Constitucional. En este quedan comprendidos su orientación, contenidos, valores e ideales que se anhelan para el pueblo mexicano. La educación se concibe como una función básica para la construcción de una sociedad libre y un Estado Soberano, como medio esencial para la formación, el desarrollo y la transformación de la sociedad mexicana y como factor determinante en la transmisión de conocimientos y de cultura y de la solidaridad social. Los conceptos de laicidad, gratuidad, obligatoriedad, libertad y democracia definen la educación y guían las decisiones educativas que se toman desde el Estado. El Artículo 3° establece que "Todo individuo tiene derecho a recibir educación. El Estado -Federación, Estados, Municipios- impartirá educación preescolar, primaria y secundaria. La educación primaria y la secundaria son obligatorias". Define la educación pública que ha de impartir el Estado, como nacional y democrática y "tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él a la vez el amor a la Patria y la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia". Asimismo queda expresado que en las escuelas públicas no se enseñe ninguna doctrina religiosa y se luche contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios. En este sentido, por un lado la escuela pública actual es una respuesta a la obligación del Estado de ofrecer educación básica gratuita a la población, particularmente de escasos recursos que no están en posibilidades de asistir a escuelas particulares, y por otro, es a través de ella que se pretende una educación básica integral pensada más como una inversión social redituable para el individuo y la colectividad.
El Estado mexicano se ha valido de los principios de obligatoriedad y gratuidad, elementos esenciales del actual sistema educativo mexicano, para hacer llegar la educación básica al mayor número posible de mexicanos. Sin embargo, la obligatoriedad y la gratuidad, como lo sabemos, sólo se han cumplido parcialmente para aquellos sectores desposeídos de nuestra sociedad, porque como lo ha señalado Olac Fuentes, "el sistema escolar no ha representado la democratización educativa ni ha alcanzado de manera uniforme a la población del país".
En este artículo no se pretende cuestionar esta realidad, sino mostrar que los elementos básicos de la concepción de educación y escuela pública, que predomina en nuestro país y que orienta las políticas educativas así como las acciones que se toman para cumplir con los fines primordiales de la formación de las nuevas generaciones, tienen una historia y son producto de una historia que inicia varias décadas antes de que se redactara el artículo tercero de nuestra Carta Magna de 1917.
En la últimas décadas del Siglo XVIII, surgieron en España nuevas ideas que representaban cambios importantes en laconcepción de educación; se empieza a insistir en la idea de la educación como panacea de todos los males de una sociedad, en lo colectivo y en lo individual, además de representar para aquellas élites ilustradas, el progreso y transformación de la sociedad. La educación comienza a concebirse como un medio importante en la adquisición de un sentimiento "patriótico" en un doble sentido; amor a la patria y amor a los gobernantes cuando fuesen justos y bondadosos. La idea de una escuela pública y gratuita para todos y de un Estado que se ocupara de promoverla, de su organización y administración y financiamiento, comienzan a permear el pensamiento de la sociedad civil. Estas ideas se defienden cada vez con más fuerza conforme se va arribando al siglo XIX, y para el caso de la Nueva España se acerca al momento de su Independencia.
El presente trabajo se limita a dar cuenta de tres factores que desde mi punto de vista influyeron fuertemente en la concepción y desarrollo de la educación pública en México en los siglos XIX y XX, particularmente en lo que corresponde a la educación primaria: A. El movimiento ilustrado de fines del XVIII; en este punto se rescatan solamente algunas ideas de este movimiento a la luz de ciertas figuras que mostraron gran preocupación por la educación formal del pueblo, B. El control e intervención directa del Estado español en la educación y C. Iniciativas y propuestas educativas emanadas en la Nueva España.
A. La ilustración como un modo de ser y un modo de vida.
La Ilustración fue un movimiento en el que se dio de todo, se especuló, discutió y escribió de todo; "desde los principios de las ciencias hasta los fundamentos de la religión revelada, desde los problemas de la metafísica hasta los del gusto, desde la música a la moral, desde las disputas teológicas hasta los problemas de la administración y del comercio, desde la política hasta el derecho de gentes y el derecho civil". En este contexto de nuevas tendencias la educación llega a considerarse como la clave, que por una parte permitiría la difusión de este concierto de ideas más allá de los círculos elitistas en los que se generaban y promovían, y por otra preparar y adiestrar para el trabajo, dado que finalmente sería éste el que coadyuvaría a solucionar los problemas de cada una de las naciones en lo particular.
En España y Nueva España dentro del ámbito general de América, penetraron y se difundieron las ideas de los pensadores de otras naciones europeas, pero condicionadas y adaptadas a la realidad española y novohispana. En España, más que entender a la Ilustración como una corriente, hay que pensarla como un modo de ser y como un modo de vida. Esta se comprende a partir de lo que se hace y pretende hacer en lo económico, lo político y lo social y cultural. En este sentido la ilustración también significa promover el mejoramiento de la agricultura, impulsar la actividad comercial, procurar, por parte del esfuerzo, del Estado la felicidad de la sociedad, tener un lenguaje común, asumir a la mujer como un ser que también merece la felicidad, promover la educación en cuanto a hacerla extensiva a toda la sociedad. La ilustración también se manifiesta en las reformas administrativas, sociales y educativas que se introducen en España y en ese enorme territorio llamado de Indias.
Por otra parte desde una perspectiva ideológica, se ha apuntado que en la Nueva España hubo muy poco ilustrados, pero si la asumimos como un levantar a la nación; mejorar la industria, hacer útil al individuo a través de la educación, entonces vamos a encontrar a muchos ilustrados que lograron una sociedad ilustrada; los encontramos entre los mineros, comerciantes, hacendados, funcionarios y hombres de iglesia. Entre ellos encontramos a muchos hombres que estaban convencidos de que la buena instrucción salvaría a los pueblos de la ignorancia y la miseria y contribuiría al progreso y a la felicidad de la sociedad en su conjunto.
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