El Colegio de México
En todo tiempo la familia ha sido el agente educador universal y es la labor docente una de las facultades y responsabilidades propias de la vida familiar. Sin embargo, a partir del siglo XIX, cuando los estados nacionales declararon su competencia exclusiva en el proceso formativo de la juventud, frente al antiguo dominio de las instituciones eclesiásticas, la participación de la familia en el proceso educativo pareció quedar igualmente marginada, puesto que la institucionalización de la enseñanza relegaba a un segundo plano la función socializadora, espontánea y no especializada de la comunidad doméstica. Sin embargo, pese a decisiones políticas y proyectos secularizadores, hoy se reconoce la importancia de la familia en la formación psicológica, en el desarrollo de las capacidades individuales y en la estabilidad emocional de los individuos. Desde luego, según las circunstancias, también hay que tener en cuenta la intromisión de otros agentes que influyen en la formación de patrones de conducta. Algo diferente era la situación hace tres o cuatro siglos, cuando la educación se basaba en principios morales y normas de comportamiento, y cuando la asistencia a las escuelas sólo era accesible a grupos minoritarios.
En cualquier caso, pero en particular al referirnos a la época colonial, hablar de educación no equivale a referirse a escuelas y textos, ni tampoco a lectura y escritura. La impartición sistemática de conocimientos intelectuales y de técnicas instrumentales constituye la instrucción, que con preferencia se imparte en las escuelas; pero limitar a esto la historia de la educación dejaría sin explicar lo realmente importante en cuanto a la transmisión de valores y hábitos culturales. Es obvio que en el mundo moderno los medios masivos de comunicación, las ordenanzas municipales, las creencias religiosas, las tradiciones locales, las modas y las exigencias laborales, contribuyen a determinar las conductas de niños y adultos. El peso de unos u otros factores depende de circunstancias personales, pero todos se conjugan para impulsar o detener los procesos colectivos de modernización, el arraigo de sentimientos nacionalistas y la adhesión a nuevos credos y costumbres. La preocupación de gobiernos y de organismos internacionales por la educación popular, es prueba de su trascendencia más allá de las experiencias individuales.
Vale recordar que la educación no es privativa de sociedades con un alto nivel de cultura literaria ni de estados con organismos administrativos complejos. Todos los pueblos, a lo largo de la historia, han tenido alguna forma de educación entendida como la acción socializadora de las generaciones adultas sobre los jóvenes Las culturas mesoamericanas dieron gran importancia a la difusión de creencias y de normas de conducta, esenciales para la consolidación del poder político y de las solidaridades comunitarias. En el señorío mexica, la labor de los establecimientos públicos de enseñanza se complementaba con la actitud vigilante de los miembros de cada comunidad y con el discurso moral y cívico de los ancianos representantes de la tradición. Como en otras latitudes y culturas, el recurso de la fuerza se mantenía en última instancia como razón suprema capaz de someter a quienes se rebelasen contra las normas. Creencias religiosas, prácticas cotidianas, actitudes ante la enfermedad y la muerte, respeto a la autoridad y aprecio de valores inmateriales se fomentaban y reproducían simultáneamente por la educación formal e informal. Esta serie de elementos integraban y fundamentaban la cosmovisión de los indígenas y su particular talante ante la fortuna o la adversidad.
Es preciso valorar la importancia de los recursos educativos de los pueblos mesoamericanos para no caer en el error de creer que los conquistadores españoles llegaron a un páramo cultural; tampoco cabe engañarse al imaginar que trajeron consigo proyectos educativos libres de prejuicios. Frailes virtuosos y prudentes humanistas podían confiar en las virtudes redentoras de la educación, pero ambiciosos, fanáticos e ignorantes conquistadores echaban por tierra, día a día lo que los otros construían.
El ámbito de la educación formal novohispana puede dar una imagen de relativa homogeneidad y de adhesión a los modelos europeos: la gramática latina y los libros de Aristóteles y Cicerón se difundían en el virreinato del mismo modo que en las demás escuelas del orbe católico, y el espíritu de la Contrarreforma determinaba las formas de religiosidad y las actitudes hacia el conocimiento; pero en las calles y en los hogares, incluso en los púlpitos y confesionarios, la realidad americana se imponía y recreaba sus propias tradiciones, sus propias normas y costumbres. Los textos leídos en los colegios o en la Real Universidad pueden decir bastante acerca de la cultura académica e incluso de las creencias establecidas por la ortodoxia católica, así como el estudio de la implantación del sistema pedagógico humanista en las escuelas de la Compañía de Jesús explica no pocos rasgos de la cultura criolla; pero al mismo tiempo, el recuento de los estudiantes asistentes a las aulas nos desengaña en cuanto al alcance real de tales enseñanzas. Una minoría, casi exclusivamente criolla, tuvo acceso a los estudios superiores, a la vez que familias medianamente acomodadas y de no tan clara prosapia, avecindadas en los centros urbanos, pudieron proporcionar a sus hijos los conocimientos elementales que se impartían en escuelas de primeras letras y de gramática latina. El resto de la población no asistió a las aulas ni escuchó a los maestros, lo que de ningún modo significa que no recibiera alguna forma de educación.
La identificación de los agentes educadores que actuaron en la Nueva España y de los medios que emplearon, dentro y fuera de las aulas, la interpretación de sus mensajes y, sobre todo, la respuesta de los educandos a la acción pedagógica, debe contribuir a enriquecer la comprensión de nuestro pasado, así como a explicar las diferencias profundas entre los habitantes de las zonas rurales y los vecinos de las ciudades. En el campo y en pequeñas poblaciones dispersas, los agentes educadores fueron los frailes de las órdenes regulares, en menor proporción los párrocos y doctrineros seculares y, siempre en primer término, los miembros de la familia y el resto de la comunidad. Mucho menor fue la influencia de los religiosos mendicantes en las ciudades, en las que también hubo clérigos seculares dedicados a la enseñanza, algunos maestros laicos y, de nuevo en lugar principal, los padres y madres de familia y cuantos convivían en las complejas agrupaciones domésticas peculiares de las zonas urbanas.
Ya que a lo largo de los trescientos años de dominio español los indios constituyeron el grupo mayoritario, pese a las epidemias que redujeron dramáticamente su población, es indudable la importancia de su influencia en la educación novohispana. Por una parte se deben tomar en cuenta supervivencias en creencias, actitudes y costumbres locales, con las variaciones propias de diferentes regiones y tradiciones. Por otra, el proyecto educador de la corona española se orientó a la evangelización, educación y progresiva asimilación de los naturales a los patrones culturales cristianos e hispánicos. En toda situación colonial se da una relación pedagógica entre conquistadores y conquistados. Los dominadores no sólo tienen el poder sino también el conocimiento, ellos saben qué cosas deben hacerse y cuáles evitarse, en que forma comportarse y cuáles son las funciones que corresponden a cada individuo dentro de la escala social. Los españoles estaban convencidos de la superioridad de su cultura y consideraban que la transmisión de sus valores era una generosa dádiva que otorgaban a los incivilizados aborígenes americanos. Por ello, como principio general, todo español era maestro que podía enseñar mediante la palabra o con su simple presencia como modelo de comportamiento. De esta convicción partía el objetivo común a la educación formal e informal: cristianizar a los indios, pero no sólo por el bautismo o por la memorización de los dogmas y oraciones, sino por la asimilación de costumbres y prácticas de la vida civil y religiosa.
El principio comúnmente aceptado por los humanistas de la educación por el ejemplo, se convertía en un arma de dos filos cuando difícilmente se podía garantizar la ejemplaridad de la conducta de los conquistadores. Precisamente ésta fue una de las cuestiones debatidas durante las primeras décadas del dominio español, al propugnar los religiosos la separación de las dos repúblicas y al pretender los funcionarios reales la asimilación inmediata de los indios a las costumbres castellanas. El ejemplo de los españoles sería contraproducente para el proyecto evangelizador ya que, como dijo el oidor de la Real Audiencia y luego obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga: "No se ve casi en nosotros obra que sea de verdaderos cristianos, de modo que piensan, y a veces lo han dicho, que jurar y lujuria y alcahuetear es oficio propio de cristianos y cosa en la que procuran complacerlos, pensando que aciertan.
Los pilares de la educación novohispana, inspirada en el Renacimiento y moldeada por la Contrarreforma, fueron las virtudes morales en todos los niveles y el humanismo clásico en los estudios medios. El cultivo de la prudencia se iniciaba desde la infancia, cuando se imponía a los niños una distribución del tiempo que no les dejase espacio para la holganza y la disipación. Los adultos, ocupados en sus negocios, encontraban en la prudencia el justo medio que les permitía disfrutar de sus bienes y cumplir con sus compromisos religiosos. El trabajo ya no era un castigo divino para quienes recogían copiosas ganancias en alguna ocupación tanto más placentera cuanto más pingües beneficios ofreciera. Lejos de las extremas penitencias y de los arrebatos místicos, los empresarios novohispanos consideraban satisfactorio el equilibrio entre seis días dedicados a los intereses materiales y uno a las obligaciones espirituales. Además, la mortificación que se recomendaba consistía en no dar al cuerpo menos de lo necesario, pero tampoco más.
Entre los desafíos que afrontaron los evangelizadores de los primeros años, no fue el menor convencer a los indios de que el matrimonio era igual para todos, imponía las mismas obligaciones y otorgaba los mismos derechos a los señores y a sus vasallos, a los maridos y a las esposas. Precisamente debieron dar la batalla en los mismos terrenos en que había peleado la iglesia medieval contra el derecho romano y su práctica extendida en todas las que fueron provincias del imperio. Sin embargo, en Mesoamérica, el problema se planteaba tan sólo en cuanto a las costumbres de la nobleza, lo que reducía considerablemente su alcance. Apenas mediado el siglo XVI, los nobles que no habían muerto se habían asimilado a las costumbres españolas y ni siquiera se encontraban descendientes de los antiguos señores que residiesen en el campo.
Para beneplácito de las autoridades civiles y eclesiásticas, los indios, con poquísimas excepciones, conservaron costumbres morigeradas, hábitos de respeto familiar y fuerte control comunitario, lo que coincidía con el modelo evangélico, si bien tenía su origen en costumbres prehispánicas. Quienes se trasladaron a las ciudades, cambiaron paulatinamente sus formas de comportamiento y poco a poco se asimilaron a los grupos de las castas. En la capital del virreinato, ejemplo extremo de convivencia de diferentes grupos, la situación fue muy diferente: el ejemplo de los españoles, el desarraigo de los mestizos, la promiscuidad en las viviendas y las mil posibilidades de eludir los controles de la autoridad, propiciaron costumbres que, a los ojos de muchos viajeros, de la jerarquía eclesiástica y de los oficiales reales, resultaban lastimosamente desordenadas.
Frente a la diversidad de estructuras y costumbres familiares, y en contraste con la variedad de rutinas cotidianas, existió un modelo familiar, propuesto por la Iglesia, aceptado por las autoridades civiles y valorado por la gran mayoría de la población, incluso por quienes no vivían de acuerdo con él. Este paradigma, con frecuencia incumplido pero nunca discutido, era el prototipo de lo correcto, aunque no fuera apegado a la práctica cotidiana. No en vano la jerarquía católica, los teólogos y los canonistas, llevaban cientos de años intentando imponer en el ámbito de la cristiandad europea el matrimonio canónico. Españoles e indios, libres y esclavos, nobles y plebeyos, ricos y pobres, vecinos de las ciudades o de las zonas rurales, debían someterse al régimen de uniones monógamas, indisolubles, basadas en la libre y voluntaria decisión de los contrayentes, contraídas en ceremonias de carácter público y registradas por los párrocos respectivos.
Las reglas de convivencia familiar incluían las uniones conyugales y las relaciones con los hijos, sin que hubiera prescripciones relativas a obligaciones con los padres, abuelos y el resto de la parentela, que tan importantes fueron en el México indígena y en la España medieval. Según lo determinado en el concilio de Trento, los padres contraían la obligación de velar por la crianza y educación de sus hijos, así como a éstos se les exigía corresponder con amor y respeto. Bastaría releer los textos catequísticos y morales sobre el cuarto mandamiento para apreciar la fría objetividad de legisladores y moralistas, que no confiaban en la firmeza de los sentimientos paternales y filiales, supuestamente inscritos por el Creador en el alma de sus criaturas. Las normas conciliares no impusieron novedades radicales en relación con la familia, sino que reforzaron lo dispuestos dos o tres siglos antes, pero a duras penas se había conseguido imponer en las provincias castellanas lo esencial de este modelo a comienzos del siglo XVI, cuando los conquistadores españoles iniciaron su asentamiento en el virreinato de la Nueva España. Las mezclas étnicas y culturales propias de la sociedad novohispana, propiciaron la diversidad de costumbres familiares y la despreocupación en el cumplimiento de las leyes canónicas y de las ordenanzas civiles.
Sobre la tradición prehispánica pesó, pues, tanto el ideal de la familia católica, difundido por los religiosos, como las costumbres medievales aún imperantes entre muchos de los recién llegados y, en todo caso, la frecuencia de las transgresiones. Cuando a fines del mismo siglo (1585) el Tercer Concilio Provincial Mexicano se reunió para adecuar y difundir las normas de Trento, ya no se trataba de señalar directrices a una población desconocedora de las normas, sino a grupos numerosos y diversosque habían elaborado su propia interpretación de aquello que las leyes canónicas y civiles permitían o reprobaban. Por supuesto, ya que afectaba a la vida privada y afectiva, la imposición de los decretos y canónes tridentinos no era una simple cuestión de creencias o de declaraciones, y resultaba, por tanto, bastante difícil de asimilar.
Resultaba así, una vez consolidado el sistema colonial, que la familia no respondía a un solo modelo sino a varios, que lejos de remediar el presunto desorden lo había consagrado como forma común de convivencia, que los poderosos aumentaban su poder y los pobres se tornaban miserables, que la pretensión de limpieza de sangre llegaba tardíamente a familias que contaban con varias generaciones de mestizaje, legítimo o ilegítimo, y que la educación de los niños de la aristocracia estaba en manos mercenarias y la de los pobres se improvisaba en las calles o en los lugares de trabajo.
El hogar educador
El catecismo de Ripalda (q ue responde fielmente al de Trento) se refiere a la obligación de los padres "naturales" de "doctrinar" a sus hijos. Pero el adoctrinamiento no tendría que ser necesariamente oral ni exclusivamente dogmático. El ambiente familiar, los prejuicios aceptados y los valores asumidos, constituían el complejo de mensajes formativos que recibían los jóvenes novohispanos
El ordenamiento del espacio urbano impuso de manera contundente la jerarquía de dominio y sumisión que correspondía al sistema político y social. De acuerdo con el proyecto original, las viviendas de los españoles quedarían dentro de la traza, en torno de la plaza mayor, mientras que los indígenas se agruparían en los barrios marginales. Las necesidades cotidianas modificaron en buena medida el patrón segregacionista original, pero dejaron invariable el principio selectivo que le dio origen. El mensaje pedagógico se inculcaba indeledeblemente en la mente de los vecinos de la capital: por más que el catecismo dogmatizase sobre la igualdad de las almas, la realidad mostraba que los hombres eran diferentes, que la diferencia significaba superioridad de unos sobre otros y que a cada quien le correspondía un diferente lugar en la vida.
Incluso entre los españoles hubo grandes diferencias porque fueron pocos los privilegiados que pudieron
disponer de amplias residencias, en general de dos plantas, que permitían la cómoda convivencia de familiares y allegados en numerosas habitaciones independientes. Los jacales de los indios, pequeños y miserables, mantenían al menos el desahogo de pequeñas huertas y corrales domésticos, mientras que los españoles pobres, junto a los mulatos y mestizos de escasos recursos económicos se mezclaban en la promiscuidad de las vecindades, con sus patios y espacios comunes para el aseo y la cocina. Aun cuando muchas casas señoriales alquilaban algunas piezas para viviendas humildes, se trataba de dependencias en la planta baja o en los entresuelos, en patios interiores, corrales y caballerizas, en los que era igualmente manifiesta la distancia que separaba a los vecinos de cuartos y accesorias de los señores que ocupaban la planta alta. Al igual que el espacio, el tiempo de la ciudad fue regulado por las normas religiosas y civiles. Desde los campanarios de conventos y parroquias se convocaba a la oración, al trabajo o al descanso, y el calendario litúrgico advertía de las devociones correspondientes a cada festividad. Incluso el repique de las campanas tenía su propia jerarquía, con indiscutible primacía de la catedral, cuya voz era repetida en círculos progresivos. El paso de las horas señalaba los cambios de actividades, que los vecinos de la capital seguían con mayor o menor exactitud: puntualmente entraban y salían los colegiales de sus escuelas, se celebraban las misas y se abrían las sesiones del cabildo municipal, mientras que las tiendas y talleres no se sometían a horarios estrictos y mantenían su actividad según la demanda de los clientes. Después de anochecer estaba mal visto que las mujeres anduvieran por la calle, pero ello no era obstáculo para que doncellas y casadas encontrasen pretextos para visitar a sus vecinas. Como en tantas otras circunstancias, lo importante era la existencia de la norma, aunque las infracciones fueran frecuentes.
En la mayor parte de los hogares, las tareas culinarias eran casi siempre ocupación de las indias, quienes introdujeron el maíz, la calabaza, los frijoles y el chile en la cocina de las familias españolas, en las que se mezclaron con condimentos, guisos y productos antes desconcidos en América. Los utensilios de hierro y cobre alternaban con las tradicionales ollas de barro, todavía presentes en las cocinas mexicanas. La misma síntesis que imperaba en los anafres y fogones se manifestaba en las canciones, las expresiones coloquiales, la decoración de la casa y las costumbres de higiene, como el baño, que los novohispanos disfrutaban pese al recelo de los españoles.
La capacidad adquisitiva de los distintos grupos determinó el mayor o menor consumo y variedad de alimentos ultramarinos o novohispanos. El maíz, esencial para los grupos populares, no fue desdeñado por los más aristocráticos; la calabaza y el frijol fueron igualmente aceptados por los más exigentes paladares, mientras que se veía con conmiseración o repugnancia el consumo de insectos, larvas, y de ciertas hierbas como los quelites, por parte de los indios. El estómago y el gusto contribuían así a la diferenciación jerárquica colonial. Los expendios callejeros de comidas preparadas, a los que tan aficionados fueron siempre los vecinos de la capital, aceleraron el mestizaje culinario y contribuyeron a divulgar sabores que incorporaban alimentos de ambas tradiciones alimenticias.
Para la minoría que disfrutaba de larga vida conyugal y desahogo económico, el quehacer doméstico era ocupación absorbente y a veces placentera, compartida con sirvientas, parientas y allegadas y compatible con ratos de grato esparcimiento. Estas mujeres, aun sin tomar conciencia de ello, se convertían en educadoras de las demás, tanto de las que convivían bajo el mismo techo como de las amigas, vecinas o conocidas que, subyugadas por el prestigio de la posición social, de la fama de virtud y del porte distinguido, intentaban imitar los modales, el vestuario, el arreglo personal y las costumbres hogareñas. A falta de medios masivos de comunicación, el balcón y el paseo, la visita a la iglesia o el recorrido por el tianguis eran espectáculo cotidiano en que mutuamente se contemplaban, y se juzgaban, hombres y mujeres de los centros urbanos. De la confrontación con los demás surgía el afianzamiento de la propia posición o el intento de superar deficiencias propias, puestas de relieve al contemplarlas como en un espejo en las miradas y gestos de los vecinos.
La legislación y los prejuicios sociales coincidieron en el interés por normar las relaciones familiares y las prácticas de la vida cotidiana. Las Ordenanzas de la Real Audiencia, firmadas y selladas en 1539, mencionan los castigos correspondientes a las faltas más comunes: los indios amancebados con una o más mujeres, los que contrajeren matrimonio con más de una mujer, los que ocultasen el impedimento de consanguinidad al contraer matrimonio, o los que se negasen a convivir con su legítima esposa, serían azotados y presos. Los que se bañasen en compañía de personas de otro sexo, o se lavasen públicamente, serían azotados y exhibidos públicamente. También serían azotados o trasquilados quienes no se hincasen de rodillas al escuchar el Ave María o no hicieran gestos de acatamiento al pasar frente a las cruces e imágenes de los santos.
Cuando los indios abandonaban sus tierras y se trasladaban a vivir en las ciudades, aprendían por necesidad las normas de convivencia urbana, las expresiones más usuales de la lengua castellana y una nueva forma de vestir, de saludar y de relacionarse con sus vecinos. Al mismo tiempo, y en la mayoría de los casos, olvidaban sus costumbres, el respeto a los mayores, la reverencia a sus deidades locales y la serie de conocimientos tradicionales que de nada les servirían en el nuevo medio. El resultado era que perdían, en buena medida los rasgos propios de su identidad étnica para convertirse en indios urbanos, con todo lo que ello significaba de desconcierto y carencia de valores.
Entre los padres de familia no eran muchos los que habían cursado estudios superiores o medios y ni siquiera era común que supieran leer y escribir, todos ejercieron una influencia decisiva, más allá de la instrucción catequística o el entrenamiento en actividades artesanales. Se suponía que en el seno del hogar se inculcarían los principios de orden, jerarquía, moralidad y respeto que regirían la convivencia urbana. Ciertamente estos valores eran públicamente aceptados por todos, pero en la práctica se erigieron otros menos confesables y se desdeñaron aquellos que no contribuían al bienestar de la comunidad doméstica, al prestigio del apellido o simplemente a la supervivencia del grupo.
El vestido y la vivienda, las actitudes y los discursos, las manifestaciones de ira y las expresiones de afecto, la fingida humildad y los alardes de soberbia, las devociones religiosas y las distracciones profanas, todo contribuía a definir un modo de vida en el que los modales reflejaban creencias y prejuicios, expresión del aprecio de determinados valores. El afán de distinción impulsaba a consumir productos importados, a exhibir alhajas y a usar un vestuario en el que la ostentación respondía al compromiso de mantener la dignidad familiar. En cuanto al vestido que las ordenanzas imponían a determinados grupos, como los indios de ambos sexos y las mulatas, no cabe duda de la intención jerarquizadora de la autoridad y de la función docente de su aceptación y asimilación. Precisamente en núcleos de población alejados del centro administrativo y de gran movilidad social, como eran los reales mineros, no se prestaba atención a los reglamentos sobre el vestido, con el correspondiente disgusto de quienes teniendo como patrimonio el orgullo de una tez blanca, habrían querido hacer patente su superioridad.
En los albores de la época ilustrada se juzgó con dureza a los cabezas de familia, que habían sido responsables inmediatos de la educación en el seno del hogar, y de quienes se esperaba que colaborasen en la tarea de afianzar el orden, un orden eminentemente jerárquico y patriarcal, refrendado por los principios del dogma y de la moral cristiana. La Sagrada Familia, integrada por tres personas, era el ejemplo de vida en comunidad, que podía incluir a otros parientes, pero siempre bajo la jefatura del padre, que encarnaba la autoridad. San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús, Santa Isabel y Zacarías, sus tíos, y el muy popular primo Juan Bautista, completaban el grupo de los allegados, a quienes correspondían lugares subalternos.
Pero la realidad resultó ser bastante diferente del plan original: las familias novohispanas fueron tan diversas como lo eran los grupos étnicos, las categorías sociales y la capacidad de acceso a los bienes materiales. Unos y otros recurrieron a formas de supervivencia que con frecuencia consideraban la inclusión de personas ajenas a la familia dentro de la comunidad doméstica y a la instalación de las mujeres como suplentes provisionales o definitivas de padres ausentes o difuntos.
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